El Moreno pasó la noche bramando. Por la mañana el buey apareció muerto. Mariano lo encontró de madrugada tirado en la cuadra, desmadejado, con los ojos bien abiertos y descompuestos. Sin pérdida de tiempo, decidió mandar aviso al veterinario de Vega. Esperaba que hubiera muerto por causas naturales y que su carne se pudiera aprovechar, y pensó desollarlo, antes de la llegada del veterinario – una res muerta o sacrificada debe desollarse rápidamente y más en agosto –, y que él decidiera después. Llamó al tío Julián, que tenía práctica en descuartizar vacas, así que un buey no sería para él un problema (Mariano sabía despellejar y cuartear ovejas, pero nunca se había visto en una situación tan extraordinaria como aquella). Nada más llegar, el tío Julián le dio las instrucciones precisas por si se trataba de un caso de carbunco – evitar cortes y de producirse alguno, lavarlo con cuidado –, y se pusieron decididos manos a la obra. A mediodía vino el veterinario. Tras algunas preguntas, dictaminó que la dificultad del Moreno para respirar la noche anterior, el escaso rigor mortis y la sangre que escapaba de sus orejas y ollares por la mañana, estaban causados por el carbunco, como había sospechado el tío Julián desde un principio. Por tanto, urgía enterrar sus restos sin dilación. Aquella misma noche, sobre la tierra que cubría los despojos, flotó una emanación azulada – se diría que era el mismo toro sagrado Apis quien se manifestaba – que se encaminó al río, bebió hasta hartarse y a continuación regresó al lugar del que había partido, confundiéndose al poco con aquel montón de tierra removida. Testigo involuntario de semejante prodigio fue Pachi de camino a casa. Pachi, de quien se rumoreaba en el pueblo que había puesto una bomba en las vías del tren al paso de un convoy de soldados nacionales, interpretó el espejismo como fruto de algunas copas de orujo de más. Cuando regresaba al día siguiente de una de sus tierras, imaginando que aún era posible, a pesar del estallido de la guerra, un mundo de hombres iguales, vio dirigirse a su encuentro a la entrada del pueblo a una partida de falangistas, que le preguntaron dónde vivía Francisco Fernández Cabezas. Su actitud indicaba que no sería nada prudente tantearles. Los falangistas le estudiaban como si de la respuesta que ofreciera dependiese que le dejaran marchar o terminar en una cuneta. Se calló que era él a quien buscaban, pues no habían preguntado eso, pero les indicó su casa por si le estaban sometiendo a una prueba de la que ya sabían la respuesta. Miraron en la dirección que señaló, y hacía allí se fueron tan confiados como el Moreno, nada más saciar su sed en el río, en busca de la tierra donde lo enterraron (las camisas azules al alejarse le parecieron brillar con luz propia, como la pasmosa manifestación color añil que descubrió la noche anterior). Solo le quedaba huir, escapar al monte y desaparecer, pero primero quería despedirse de Justa, su mujer. Cogió un atajo, y entró por las cuadras. Le dijo a Justa que no se verían en una larga temporada. Hizo un nudo imaginario en su cuello a modo de explicación, para esfumarse luego, tal como había llegado. Aquella noche, el Moreno se dirigió de nuevo al río, y emprendió, después de beber, el camino que lo condujo hasta la vivienda de aquel supuesto saboteador que, descreído, apostado de mañana a la entrada de la iglesia del pueblo, zahería con sus burlas a las cuatro devotas que iban a oír misa (una de ellas mi abuela Manuela). Cruzó la puerta de su casa sin dificultad, no en vano era un espíritu, y apenas tardó en encontrar su habitación, se metió en su cama y, abrazado al cuerpo menudo de Justa, le susurró palabras ardientes como si fuera el marido huido, antes de regresar al lugar que ahora lo acogía: un montón de tierra removida donde pronto empezarían a crecer con fuerza las malas hierbas.
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