Dejando las especulaciones a un lado, me dispuse a confirmar mi sospecha de que en aquella habitación no estábamos solos el fotógrafo y yo. ¿Pero cómo? La presencia que sentía no era la de un cuerpo tangible fácil de descubrir como un gato asustado bajo un armario, sino de otra cosa diferente, no me atrevería a decir que la de un fantasma, pues no creía en ellos, más bien, la sutil interferencia de una fuerza desconocida que se manifestaba en el aire, haciendo que en unos lugares se mostrara una temperatura distinta a la de otros y oliese también diferente, un penetrante olor a madreselvas. Las ventanas estaban cerradas y no había corrientes en la habitación. Ni el fotógrafo ni yo olíamos a nada, a no ser a civilizada urbanidad, si es que tal condición huele a algo. Mis apreciaciones se debían, por tanto, a otra causa que era necesario averiguar. Entonces las vi. Dos niñas cogidas de la mano que miraban en mi dirección y sonreían, a solo unos pasos.
Si tuviera que definir antes que nada aquellos dos cuerpos por lo que despertaron en mis sentidos, por el color de sus rostros y el estado físico que denotaba la luz que iluminaba sus ojos, por su altura, proporciones, colorido de sus ropas, por la línea de la boca, definirlos por la plasticidad de sus movimientos o las líneas predominantes de las figuras... describir el espacio que ocupaban... conseguir que a lo anterior se añadiera una valoración estética y psicológica ajustada – me imagino que algunos escritores hacen lo mismo con sus personajes–, sin pretender, no obstante, una definición exacta, sino una descripción aproximada y adaptada a la verdad, acorde a mis aptitudes... he de confesar que, lejos de estar cerca de materializar ese propósito, no podría decir nada concreto, pues del mismo modo que aparecieron se fueron, sin darme tiempo a fijarlas en mi retina, a asimilarlas a mi patrón de referencias. Lo ocurrido se asemejaba a una alucinación producida por una exposición excesiva al sol, pero estábamos en noviembre y en la brumosa ciudad de Londres.
Yo aparecía en la fotografía vistiendo un discreto gabán oscuro y con llamativos labios blancos. En los ojos esa conciencia de lo que no admite dudas, del que ha entrevisto unos instantes el otro lado, porque acaba de asomarse sin pretenderlo al mundo de las hadas, aunque solo el tiempo necesario para atisbar un fleco del misterio, lo imprescindible para no enloquecer y proseguir con las tareas cotidianas, para poder hacer frente a las preocupaciones de cada jornada y lograr, así, evitar el helado reflejo de la corriente vertiginosa que puede precipitarse sobre nosotros de improviso, y a la que terminaremos sumándonos, nos guste o no, sin tener más opción que dejarnos llevar allá donde quiera conducirnos.