Era para todos un espectáculo tan llamativo como fascinante ver descender desde la chimenea al Niño Jesús, hasta detenerse a un metro del fuego que ardía en el lar de la cocina vieja repleta de embutidos puestos a curar. Los hombres, algo achispados, miraban a los niños y celebraban su expresión de asombro. Los críos, en brazos de sus madres, se mantenían en suspenso con los ojos muy abiertos, tratando de descubrir de dónde arrancaba exactamente el sonido amortiguado de la esquila que pretendía imitar la señal de aviso de un ángel (se diría que del tejado). Esa improvisada escena surrealista ocurrió en la casa de mis abuelos una lejana noche de Navidad. Yo, durante años, imaginé que realmente había visto al Niño Jesús, y nada pudo apearme de esa creencia hasta que una de mis primas, una tarde, me llevó al desván de la casa de los yayos y sacó de un arcón una bolsa de plástico con el muñeco que sirvió para la representación. Aquel descubrimiento inesperado supuso un duro varapalo a mi autoestima. Ya no podía considerarme un niño especial que había tenido ante sí al mismísimo Jesús. Pasado un tiempo, mi madre heredó aquella casa y consideró que vendría bien cambiar el modesto mobiliario. Me preguntó si estaba interesado en alguno de los viejos muebles de sus padres, porque quería prescindir de la mayoría. Para entonces, me había independizado y vivía en una boardilla. Pensé en el arcón del desván, alquilé una furgoneta y salí en dirección al pueblo para hacerme cargo de él. Cargué el mueble, sin mirar qué contenía. Me había olvidado del muñeco por el que ahora era un descreído. Costó subirlo hasta la boardilla, abultaba lo suyo. Aunque estaba agotado, lo abrí nada más llegar. De su interior escapó un inconfundible olor a humedad. Contenía varios cobertores, ropa pasada de moda, que podía servir perfectamente para un baile de disfraces, una red para atrapar pájaros y una bolsa descolorida de plástico. Al verla, recordé aquella tarde de verano en la que mi prima Rosa, mientras los mayores dormían la siesta (los abuelos acogían a parte de sus hijos y familias durante las vacaciones), destrozó mi inocencia. No me molesté en sacar el muñeco, me conformé con adivinarlo, recortado contra el plástico. Decidí que debía deshacerme de él cuanto antes para borrar la sensación de yuyu. Bajé a la calle y dejé la bolsa al lado del contenedor de basura. De regreso a la boardilla, pensé que me equivocaba al intentar olvidar de modo tan abrupto un hecho significativo de mi pasado. Volví sobre mis pasos para recuperar la bolsa, pero había desaparecido. Calle arriba se alejaba una mujer alta con ella bajo el brazo. Caminaba muy rápido; aun así, la seguí. Cruzó la ciudad y llegó a un descampado. Anochecía. Se dirigió a una especie de chabola destartalada hecha de chapas y tablones, medio oculta por una lona gris, y se coló dentro. Alrededor se amontonaban multitud de objetos diversos e inservibles. Después de unos minutos reapareció con una peluca rubia, agarrada al muñeco. Lo besó en un pie al arrancarle la cabeza, a la que propinó una fuerte patada. A continuación, siguió desmembrándolo. Solo se quedó con un brazo que utilizó para rascarse ostentosamente una axila. Cansada de su juego, se desprendió también del brazo y desapareció. Esperé hasta que se hizo de noche. La oí roncar. Adoptando todas las precauciones imaginables, me acerqué a la chabola. Los ronquidos mantenían una pasmosa regularidad. Una luna llena me ayudó a recomponer el muñeco, pedazo a pedazo, en medio de un inclasificable mal olor, acompañado de otro a pimentón y salazón semejante al de la cocina vieja, pegado inexplicablemente a las partes que reunía. Encajé la última pieza – la cabeza – bajo una contradictoria y olvidada emoción religiosa. Cuando me alejaba, ella despertó y empezó a gritarme toda clase de lindezas. De forma indeliberada tapé los oídos del sucedáneo de Niño Jesús sirviéndome de ambas manos. Aún tardaría en amanecer.
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