Cuando encontrabas a Toño Morala le tendías la mano para saludarle (entonces todavía se podía) y él con una sonrisa abría los dos brazos: «Dame un abrazo, compañero». Y te abrazaba como abrazan los paisanos, de verdad, con unos golpes en la espalda mientras te pedía, «tú no me des fuerte», porque él tenía completamente destrozada la espalda.
Ése era el sello de Toño Morala. Le dabas una mano y te devolvía las dos. Siempre devolvía el doble de lo que recibía. Era el sino de su vida, devolver el doble, algo que dice mucho de él pues la vida no había sido precisamente generosa con él, para qué negarlo, es más, fue bastante cabrona aunque Toño Morala (y La Ferreras) supo hacer un jardín del erial que le dio el destino y allí crecieron Mar, Alba, Andrea, Vega, Pelayo, la dignidad, el compromiso, la solidaridad, la bondad, la poesía y la amistad.
Recibir uno. Devolver dos es lo que debía poner la tarjeta de visita de quien se llamó Antonio Manuel González Morala, Toño.
Generosidad hasta el último suspiro. Compromiso hasta más allá de la vida, esa vida que quiso irse de él con crueldad, con la enfermedad más devastadora para quien tanto ama, aquella que te deja tener la cabeza lúcida mientras vas perdiendo la voz, la movilidad… Respuesta de Toño Morala: Donar su cuerpo a la ciencia para ver si es posible que nadie más pase su calvario. A primera hora de la mañana sus restos salieron camino de la Universidad de Valladolid, para quedar depositados en manos de ciencia. Cada enfermo de ELA que en el futuro cure, o mejore, llevará tatuado en el alma uno de los poemas de Toño: «Si pudiera, devolvería la luna a aquel otoño atormentado…», por ejemplo.
Así se fue. Con 61 años. Cierto que Mar pierde al mejor compañero en el sentido más amplio y digno de la palabra; Alba y Andrea a un padre como no lo puedes ni soñar que dejó en ellas la semilla de la lucha, de todas las luchas dignas; los nietines, Vega y Pelayo, que aún no se pueden imaginar lo ocurrido, seguirán en su mundo ingenuo haciendo dibujos para el abuelo… es cierto, pero también lo es que todos perdemos pues también queda huérfana la bondad, ese centro de interpretación de la bonhomía que era Toño Morala paseando por las calles de Mansilla; también la lucha política se queda sin una forma de hacer que deberían enseñar en las facultades de Ciencias Políticas, como demuestra su muerte que sumió en la misma tristeza a sus compañeros del PCE que a Domingo, el cura de Mansilla. Su lema aparece en su esquela: «No hay que rendirse jamás… sin regalar una lágrima a la esperanza».
Ya sé que ahora tendría perfecto acomodo en este recuerdo la repetida expresión machadiana del mejor sentido de la palabra «bueno», pero se ha usado tantas veces, que prefiero la figura que a él le gustaba cuando recordaba en sus ‘tinglados’ (así llamaba a sus artículos) a los mejores de la tribu con una vieja expresión: «los hombres buenos del pueblo». Y él lo fue. De Villamoratiel, el suyo de nacencia; de Mansilla, el de vivencia; de Asturias, el de trabajos y ancestros; y de todos aquellos pueblos a los que acudía presto y generoso a colaborar en lo que le pidieran: de Pozos en La Cabrera a San Miguel de Escalada; del bar El Mansillés de su amigo Carlos, que se fue unos meses antes que él, a la poesía en los bares de Semana Santa en la capital; del Museo Etnográfico a ese Ágora en el que también estuvo desde sus primeros pasos y que el domingo congrega en su marco habitual de San Marcos a todos los que quieran recordar a Toño, a partir de las seis de la tarde.
Esa vida cabrona que él supo endulzar le llevó a abrazar una palabra que le encantaba para definirla: la sobrevivencia. «Así era la vida para la sobrevivencia de un montón de hijos, cuadra de dos vacas, un cerdo criado a mimos… huerta y patatal, y berzas a degüello para el caldo… y poco más».
La sobrevivencia, que es como viven los luchadores de su raza, una andadura que nos iba dejando a pinceladas, leyendo entre líneas en sus tinglados, que fueron una autobiografía por entregas, como las radionovelas de su infancia: «La de cosas que me ha contado mi abuelo Faustino cuando se fue a Cuba, pero era tan pequeño, que apenas recuerdo nada, o poco; solo aquel comentario de cuando la familia le envió dinero para volver». «Si viviera mi padre, les contaría miles de historias sobre aquella primera Isocarro que compró de segunda mano a finales de los años cincuenta (o vaya usted a saber por cuántas pasó) y hecha unos zorros». «Todas las noches, la madre o la abuela, metían unos ladrillos al horno, y a la hora de acostarse, los sacaban y envolvían en papel de periódico… y a los pies de las camas por dentro… calentaban la misma sin rechistar».
Los abuelos, las abuelas, los padres y la sobrevivencia de Toño, que nos fue contando sus recuerdos desde la Gota de Leche a la Unidad del Dolor previa al ELA, con un accidente en medio que le destrozó la espalda, algo que sólo intuías cuando abandonaba por un momento la conversación para ponerse en pie, pasear un momento y regresar para seguir sembrando su jardín, de Mar a Pelayo. Si a cualquiera de ellos le falta ni uno solo de los abrazos que le debemos a Toño Morala no tenemos vergüenza nadie, ni quién nos la ponga.
Es como si se los diéramos a Toño pues os recuerdo otra anécdota de esta pareja, cuando Morala recordaba su unión: «Yo nunca había tenido una caja de música, pero Mar tenía dos que había heredado de su familia… y pasamos a tener una cada uno».
Murió Toño Morala, murió la bondad
Toño Morala, que en un acto de generosidad más allá de la vida, muy propio de él, donó su cuerpo a la ciencia al fallecer, en Mansilla, con solo 61 años y después de una dura batalla contra la enfermedad. Fue muchas cosas, obrero, poeta, articulista... pero es más fácil resumirlo con aquello que más intensamente fue: bueno
03/06/2021
Actualizado a
03/06/2021
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