A eso de las once, el leonés aprovecha para salir a la calle y hacer los recados. La hora le avisa de que se acerca el momento de comer y no hay mejor alarma para comprar los últimos ingredientes, dignos de la comilona que aguardará en la mesa destinada a un futuro en los intestinos del comilón. Los que trabajan toman café en alguna terraza del centro mientras miran su muñeca, asegurándose de que no se les pasa el tiempo. Jubilados caminan tranquilos por las travesías con un objetivo claro: algún bar en el que comenzar temprano el vermú de mediodía. Los peregrinos se pierden en busca de la Catedral. O de algún albergue que parece esconderse para que continúen con su travesía sin hacer escala en esta bonita ciudad.
Todo igual que cada día. Todos pasean de un sitio a otro siguiendo la corriente de los días rutinarios. Hay quien saluda a su vecino en la misma esquina de todas las mañanas y, tranquilo, continúa su marcha comprobando que las cosas no han cambiado de forma aún. Que todo permanece en su sitio, sin esperar novedades ni cambios. Las calles se acostumbran a ver siempre los mismos rostros, igual que los rostros sonríen cómplices a esos otros que les devuelven habitualmente la mirada. Con buen clima y sobre estas horas, casi se puede afirmar que León está lleno de vitalidad.
Y entre tanto trajín, entre tanto vaivén de leoneses y leonesas, de visitantes y peregrinos, se oye de lejos un leve zumbido que suena melódico. Los que salieron a ultimar los recados del día ya no encuentran tienda abierta en la calle de la Rúa, sólo comercios de antaño que yacen cerrados como un cuerpo sin vida en mitad de la acera. Esas abuelas que esperan la visita de sus nietos a modo de comensales y van, carro en mano, en busca del ingrediente idóneo para el paladar sofisticado, sólo pasan por la Rúa de casualidad. Y, por casualidad, se topan también con el zumbido que sueltan las seis cuerdas de una guitarra. Es la de Manuel, aunque, al principio, de cuerdas no iba sobrado.
– En casa había una guitarra – recuerda con ojos de niño. – Sólo tenía una cuerda y me decía mi padre: «Hijo, cuando tenga dinero te compraré otra» – y su voz suena armónica como si cantara. – Y empecé ahí con una cuerda, con una cuerda y, cuando me di cuenta, me compró las otras y le dije: «¿Y ahora qué hago yo con esto?».
Con catorce años, habituado a hacer sonar el instrumento de la forma más rudimentaria, Manuel tuvo que acudir a su familia para aprender a usar las seis cuerdas.
– Mis primos, mis hermanos… Todos tocan la guitarra – explica. – Como venían a casa, me decían: «No, así no; este aquí, así» – hace gestos con sus dedos tocando un instrumento imaginario.
Manuel es de Barcelona. Nació en el seno de una familia de doce hermanos. En una casa, igual que la calle que le espera cada día como si fuera su oficina, acostumbrada al movimiento.
– Mi padre cantaba muy bien y eso, en la casa, se ha vivido desde que yo era muy pequeño – para un segundo y su mirada se dirige al cielo. – Era tan… No sé, yo lo veía tan…
Y se queda sin palabras, vistiendo su cara de un gesto que demuestra una devoción casi sagrada por su progenitor. Y es que Manuel habla desde el más puro sentimiento. Desde los recuerdos y el amor por su padre y por su madre. Un amor que le acompaña allá donde va, como si lo llevara guardado en alguno de los bolsillos de la funda de su guitarra.
– El tiempo hay que aprovecharlo porque pasa muy rápido, ¿sabes? – suelta de pronto. – Y no hay palo más fuerte que el que te pueda dar la vida.
– ¿Y cuál crees el más duro que te ha dado a ti?
– La muerte de mis padres – es tajante. – Ahí ya me quedé solo.
Aunque no del todo. A León llegó hace más de un año y, si se le pregunta el porqué, la respuesta no puede ser más escueta y contundente.
– Pues fíjate, por ella, porque nos conocimos.
Cuenta que antes estaba en Extremadura y que vivió una época en Granada, «trabajando en la aceituna». Su aspecto -quizá teniendo por guía nada más que prejuicios- es del todo andaluz. Melena larga de pelo ondulado, camisa y pantalón claro con mocasines. Verle es revivir a un miembro fantasma de Triana y oírle tocar no ayuda en la enajenación.
– Allí, en Barcelona, iba por los trenes – explica de sus comienzos como guitarrista informal. – También estaba trabajando para ayuntamientos y cosas temporales, pero hay un refrán que dice «obligado te veas para que lo creas» – se queda pensativo y repite: – obligado te veas para que lo creas.
Confiesa que le encantaría dedicarse a lo mismo, pero en un escenario. Que la calle está bien, pero que depende de las inclemencias del tiempo. Y es verdad. A Manuel se le ve únicamente cuando el tiempo le acompaña. Como el caracol que saca los cuernos, Manuel saca la guitarra al sol.
– Tendrá su gracia tocar en la calle, ¿no?
– No, hombre – parece taciturno. – Estoy cansado mentalmente. Estás a expensas de que te tiren una moneda; a la que toques y ya – continúa. – Y si no te tiran una moneda, ¿qué?
Pero él siempre lleva una sonrisa. Y saluda y habla con quien se le acerque. Algunos se alegran de verle. No son pocos. Un hombre de acento inglés le mira sentado y, cuando Manuel se levanta dispuesto a tomar un café, su gesto es de preocupación.
– ¿No vuelves? – le pregunta alarmado en inglés mientras Manuel ríe.
Le gusta el flamenco. No podía ser de otra maneara. A veces saca el móvil y sus palabras se confunden con las de alguna grabación de los artistas que le suele escuchar. Habla de Camarón, de los Banis, de los Chichos y menciona tantos que se torna imposible seguirle el ritmo.
– La guitarra sola... – se estremece. – Es bonito escuchar a Tomatito.
Y así continúa, entre oraciones breves y canciones de flamenco. Entre la alegría que desprende y que parece llevar consigo como una virtud de fábrica y la angustia de que su pasión, a veces, se transforme en su yugo.
– Una cosa es que te guste – plantea sobre el instrumento, – pero otra cosa es que lo hagas por obligación.
– ¿Podría dejar de gustarte tocar la guitarra?
– No – de nuevo, tajante, – yo la guitarra no la dejaré de tocar hasta el día en que me muera.
Y se termina la charla al tiempo que Manuel le da el último sorbo al café. Sólo un bocado más de la tortilla. Al terminarla, agarra su guitarra y su pequeño taburete y se encamina de nuevo a su improvisada oficina. Allí se sienta, como cada día, esperando a que le echen varias monedas en un día de fortuna. Allí se refugia de sus penas entre las -ahora sí- seis cuerdas de su guitarra. Y le saludan y le preguntan que dónde ha estado todo este rato. Le dicen que ya le echaban de menos. Un tipo se asoma a través de un balcón y le suelta: «Ya decía yo que no tenía ganas de trabajar». Necesita de la música de Manuel para seguir con sus quehaceres. Como si el sonido de su guitarra se hubiera convertido en la banda sonora de su vida.
Y Manuel sonríe. Su sonrisa no es inmensa, no ocupa su cara de un lado a otro. Tampoco muestra los dientes. Pero por su mirada, de ojos aniñados por su profundidad, de brillo divertido y a veces cansado, se le ve dejarse llevar por las notas de su gran amiga.
"No dejaré de tocar la guitarra hasta el día en que me muera"
Manuel toca el instrumento desde los catorce; antes lo hacía en casa, ahora en la calle
19/07/2023
Actualizado a
19/07/2023
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