Allí estaba sentado como otras veces, a la puerta del garaje de su casa, aquel vejete que la miraba con descaro, como recién salido de una ilustración de una historia de piratas. El cabello teñido de negro, reluciente, húmedo. Sosteniendo la correa de un perrillo con la mano izquierda, mientras con la derecha hacía un amago de acariciarlo. Rasgos marcados. Al sonreír asomaba bajo sus facciones un señorito seductor, inspirado y trágico. Dueño de dos isocarros azules, aparcados en el confuso interior del garaje, cojo como el capitán Silver, de voz ronca y profunda, amigo de los colores chillones en sus prendas de vestir. Sin duda penetrado de una extraña conciencia de grandeza, que rebosaba en cada uno de sus gestos. Aquella figura de expresión estática – su lustre a punto de desbordarse – se prestaba, sin disimular cierta ansiedad, a la observación de quienes pasaban, esperando que apreciaran su mérito de obra de arte cumplida, aunque debía ser consciente de que en el fondo era solo una falsificación sin ningún valor, como la quincalla de sus anillos.
Las babosas habían dejado en la hierba del jardín un rastro plateado; las negras babosas, como la negra noche, fijaron su baba plateada en el verde con un hilo intermitente y extendieron, además, la lenta huella irregular de su paso en silencio, sin ser vistas. El mismo rastro, sinuoso y repulsivo a la vez, con que impregnaba su imaginación la baba sanguinolenta de aquellos héroes patrios de los libros de historia que se veía obligada a repasar cuando estudiaba para maestra. La historia de una España inmortal condenada al ostracismo.
Llega a la puerta del colegio y la recibe Marcial, el bedel, con un saludo educado. Si tuviera que destacar dos rasgos de Marcial señalaría su carácter servicial y un encomiable altruismo. Ese carácter servicial le llevaba a adquirir toda clase de compromisos que, de una u otra manera, desembocaban siempre en que Marcial se veía obligado a realizar un papel que no le terminaba de convencer, pendiente de resolver asuntos que no le atañían. ¿Cómo adquiría Marcial estos compromisos? Bastaba un cigarrillo de uno de los profesores, una invitación a un café con leche, o ese libro prestado que hoy le trae, para que Marcial se creyera en deuda y tuviera que responder, más pronto o más tarde, a aquel gesto con otro gesto, siempre mayor ... Por altruismo, ese personaje entrañable acudía a la parroquia los fines de semana y se ofrecía a cuidar de personas – ancianos y enfermos – que necesitaban la atención de voluntarios como él. Hoy le va a pedir que con la multicopista del colegio reproduzca una octavilla convocando a una manifestación a favor de la amnistía de los presos políticos. Sabe que al principio se resistirá, pero que acabará, igual que en otras ocasiones, haciéndolo, aunque sea a regañadientes. Para eso es el libro que le va prestar – quizá termine regalándoselo –, para condicionarlo gracias a una de esas novelas que terminan bien y que tanto le gustan.