Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019) al escribir ‘El Jarama’ debía estar muy lejos de imaginar que alguien iba a citar su novela tan solo para destacar que en ella se refiriera, en ese gusto de la literatura realista por los detalles cotidianos, a una bebida como la gaseosa. Es casi al comienzo de la novela, cuando los muchachos sobre quienes girará la trama llegan al bar-merendero de Mauricio. Uno pregunta a las chicas: « – ¿ Vosotras, qué?, agua, vino, gaseosa, orange, coca-cola, la piña tropical?». El cantinero elogia ante Lucita las condiciones en las que se encuentra la gaseosa de su local: « – Está mejor que el agua, desde luego, porque la tengo a refrescar – decía Mauricio agachándose sobre la caja de hielo – mientras que el agua está del tiempo». Sin duda el autor más profundo de aquella generación – en opinión de Rafael Conte –, que inició su actividad literaria colaborando en revistas universitarias y del SEU, donde se ensayaron «los conatos de liberación que nunca se cumplieron del todo: Alfonso Sastre, Medardo Fraile, Alfonso Paso, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa o Jesús Fernández Santos», esperaría que su novela fomentase críticas literarias como la de Conte, que sirve como ejemplo de una crítica literaria al uso, y no estas simples menciones mías a las bebidas propias de una jornada dominguera.
Un dato que tampoco Rafael Sánchez Ferlosio tendría en cuenta al escribir su novela, más propio de concursos televisivos, es el del primer fabricante de bebidas carbonatadas según Wikipedia, John Matthews, inventor en 1832 de una máquina que mezclaba agua con óxido de carbono, a la que añadió sabor. En sus inicios la gaseosa también se vendía como remedio terapéutico en farmacias (de generalizarse esa práctica la escena aludida de los inicios de ‘El Jarama’ tendría que haberse desarrollado en un lugar diferente a la cantina de Mauricio). Gaseosa que es simplemente una nota de ambiente, aportada por Ferlosio, entre otras muchas, a su novela, que como cuenta el mismo crítico Rafael Conte fue emblema de una generación, aunque ese elogio terminará molestando a su autor. Una bebida popular que en los años sesenta asomaba en cualquier rincón, como destaca un artículo de iLeón, ‘Cuando León era un reino efervescente con más de un centenar de gaseosas’: «Las marcas de gaseosas se multiplicaron hasta extremos sorprendentes a mediados del pasado siglo. Casi no había comarca leonesa que no tuviera la suya propia. Hobares, Zerep, Kilm, La Pitusa, La Revoltosa, La Mansillesa, Love, Virgen de la Encina, Anaical, Flor del Orbigo...». Ese detalle, la popularización de una costumbre, es el que pareció significativo a Sánchez Ferlosio y no un inventor más, John Matthews.
La gaseosera tenía dos puertas. Las dos en el callejón que conducía a la casa de su dueño, mi tío Eliseo. Era un edificio alargado, de una sola altura, con tejado de losa y suelo de cemento. Un lugar fresco, ideal para el cometido que cumplía, el envasado de las gaseosas ‘El Cuco’, denominación que mi tío había heredado de su padre, el iniciador de una saga que no tendría más seguidores. Una de las puertas servía para la carga y descarga de las cajas. La otra para la entrada y salida de los que trabajaban allí. Cerca de la puerta de carga y descarga, la máquina de embotellado y enfrente, las dos hondas tinas de madera con agua, iluminadas por una ventana, donde se sumergían las botellas para su limpieza. En medio, una mesa de mármol, encima de la que se alineaban las botellas para depositar en ellas con un dosificador el «jarabe», que les daba el sabor azucarado propio de las gaseosas, y sobre cuya preparación cada fabricante guardaba un celoso secreto. Siempre me he preguntado por qué este espacio no aparece en ninguno de mis frecuentes sueños relacionados con la casa de mi tío. Aparecen la cochera, la vivienda – sobre todo la cocina –, pero nada concerniente a la gaseosera. Ni siquiera las referidas tinas, tan oníricas y especiales.