Parece que las librerías de lance y las chamarilerías o anticuarios no fueran a cerrar nunca porque están llenas de cosas viejas que han existido mucho tiempo, pero precisamente por ser viejas desaparecen antes. Se perdieron, por unos u otros motivos, La Trastienda, La Colegiata, Cantareros, Camino de Santiago, Cadórniga… Sin embargo, siguen naciendo tiendas que vuelven a dar una oportunidad al pasado, a lo que se resiste a ir definitivamente al cubo de la basura. Con el nombre tan literario de Oblómov, el indolente personaje del novelista ruso Iván Goncharov, ha cumplido ya un año de existencia una librería de segunda mano que tiene planta de trapecio en una de cuyas bases, al fondo, está la mesa del librero y, en la otra, la puerta que es su única fachada.
Los clientes entran así en una especie de embudo borgiano por el lado estrecho viendo ensancharse el local hacia delante con paredes tapizadas de libros, como si el espacio fuera simbólicamente un libro que se abre. Y no es tan pequeña como parece la estancia, da de sí para que el visitante incómodo o aburrido con la conversación de los otros se vaya a un rincón a ensimismarse.
En esto de su planta me recuerda a la primera librovejería en la que entré, en un minúsculo sobrante entre dos edificios en el encuentro de la calle Varillas con la calle Cardiles, un sitio que llamaban «La Judía» y cuya descripción exagerada me sirvió para empezar mi novela ‘Golfemia’. «Apenas diez metros cuadrados en forma de triángulo. La mujer que la habitaba era una ciudadana vitalicia de una indigencia poblada de letras, sepultada, un montón de horas al día, en una escombrera de libros destartalados. Aquella mujer vivía toda ella en un mundo de segunda o cuarta mano. Bajo una bombilla sucia iba vestida de un tiempo indeterminado, de una mezcla de varios pretéritos que nadie quería ya recordar. Mal encarada, trabajaba, sobre todo, con libros publicados por los propios autores que no habían encontrado editor. A veces podías encontrar cajas enteras que no se habían abierto desde que salieron de la imprenta (…). La vieja siempre los trataba con desprecio y, aunque era extremadamente tacaña, con tal de humillar el orgullo de los poetas sin éxito o de los fenecidos y olvidados, si te veía ojear una obrita de, por ejemplo, Pío Roncesvalles te aseguraba que, si la comprabas, te regalaba tres de Emilio Kraus».
El librero de Oblómov es, sin embargo, amable, generoso, conversador y lector; es su negocio una de esas tiendas en las que los libros usados parecen nuevos obrándose el milagro de presentar lo pretérito como recién nacido, lo gastado con la emoción de lo original.
Lo más bonito de Oblómov es que, mientras se inspeccionan las estanterías con los libros perfectamente ordenados, se puede ver por la estrecha puerta pasar a un pájaro que volando llega hasta la fuente o, si es primavera, contemplar cómo se posa en los árboles en flor de la pacífica plaza del Congreso Eucarístico.