Otro día. Ya he perdido la cuenta de cuántos llevo así. Amanece sobre el pueblo. Es un día cálido, pero no lo puedo percibir. Los tibios rayos de sol me traspasan como si fueran dardos, dejando tras de sí un frío inquietante. Las nubes, blancas y algodonosas, navegan veloces el cielo, y un dulce viento sopla y hace bailar las hojas de los árboles. Todo ello, comprimido en un instante, es como un fotograma de una película que nunca se proyectará. El tiempo ha borrado las huellas, tan solo un casquillo de bala sobrevive como testigo de la masacre que se fraguó en ese pueblecito.
Las horas pasan, me siento débil. No queda nadie, todos se han marchado: el cura, Mila, don Germán..., han traspasado las puertas del paraíso; sin embargo, yo sigo aquí. He de ser fiel a este pueblo, he de resistir, porque sé que algún día ella vendrá, y entonces sabré que no ha olvidado, que no me ha olvidado. Recordaré tiempos mejores, en los que todo parecía posible, en los que la ilusión y la esperanza estaban justificadas por vez primera en mucho tiempo; cuando podíamos soñar a lo grande, celebrar la vida, tener el futuro a nuestro alcance; cuando por fin se le daban a la enseñanza recursos para ser libre, para mejorar, para abrirse camino. Nada me parecía más gratificante que trabajar con los niños, con el futuro del mundo, sabiendo que dejaría en ellos una huella imborrable que perduraría el resto de sus vidas.
Anochece, se atisba un camión a lo lejos. ¿Quién vendrá a este pueblo deshabitado y en ruinas? Nada tiene sentido, se me nubla la vista, mi tiempo aquí acaba, aunque sepa lo que eso significa. Con un supremo esfuerzo, me dirijo hacia el cementerio donde dos figuras encapuchadas, estatuas en la oscuridad, se arrodillan ante mi mausoleo final y susurran, conmovidas. Me estremezco, al fin han llegado. Una luna llena arroja luz intrusa sobre nosotros y me traspasa, cruel lanza cumpliendo su cometido. Las fuerzas me abandonan, dejo este mundo, desaparece mi existencia, pero aún me parece percibir unas confidencias compartidas bajo la luz de la misma luna: la orden de derruir el pueblo, el traslado del cementerio, la muerte del dictador, los escándalos de la familia real... Confidencias domésticas, compartidas conmigo al amparo de la noche. Quieren evitar temas personales, quieren evitar que sepa lo que no debo, porque en esa familia yo no estuve el tiempo suficiente. Tuve tres años de paz antes de que una bala acabara con mi vida, pero mi Juana era muy pequeña como para recordarlo. Ella solo ha tenido a su madre, mi querida Gabriela, qué mejor ejemplo a seguir. Ahora, anciana, enferma, pero con la misma vitalidad de siempre, levantarse es para ella un suplicio; recordar, una tortura. Con mi último latido, les deseo que vivan felices, si es que tal cosa se puede conseguir en este país tan desalmado.
Nota de la autora: Este relato está narrado por el alma de Ezequiel, muerto, que espera irse definitivamente del mundo después de que Gabriela y Juana le despidan. Todos ellos aparecen en el libro ‘Historia de una maestra’ de Josefina Aldecoa.