Son tierras áridas, y como tales quizá sean en parte responsables del carácter recio y parco de sus gentes. Pero, como todas, también tienen su encanto, su belleza, que a veces hay que pararse a descubrir desde una mirada diferente. He de confesar que en esta parte de la provincia, que de vez en cuando me sorprende con alguno de esos viejos y fantásticos palomares de adobe que se recortan contra el cielo, he tenido algunos de los momentos más mágicos que la naturaleza te puede regalar. Es la Tierra de Campos, tierra de arco iris (y no me pregunten el por qué, porque no tengo la respuesta) que a veces se desdoblan en uno tras otro; tierra en la que los aromas que se perciben tras una tarde de tormenta se quedan atrapados para siempre en tu mente, con ese olor a paja húmeda y caliente trasladándote a pasadas épocas infantiles donde el tiempo parecía detenerse en las infinitas tardes de verano; tierra que te regala los colores de la roja amapola y el añil del azulejo rompiendo los trigales, el intenso amarillo de los girasoles, la sensación de un mar verde extendiéndose en olas infinitas en las horas próximas a los amaneceres y atardeceres del final de primavera, antes de que las espigas estén listas para ser recogidas y convertidas en el pan que nos alimente. Y mucho más, tierra de bodegas, y de Historia, y de historias; tierra que hay que recorrer y aprender a amar; tierra que hay también que degustar, porque en algunas de sus poblaciones se nos ofrecen algunos de los platos más típicos y más ricos de León, como el bacalao que puede degustarse en Valderas (por hacernos eco de quizá el más característico de todos ellos) o el vino que se nos ofrece desde las bodegas de Gordoncillo. Tierras con un pasado y tierras con un intenso presente que lucha a brazo partido por alcanzar un futuro, al que también nosotros, aunque solo sea como visitantes que difundan sus encantos, podemos contribuir. Y de ahí estos acercamientos tan particulares. Los ojos que la miranPara hablarnos de esta comarca, más bien para dejarnos su particular visión de la misma, tenemos hoy a una autora que la ama profundamente, como se aman esos lugares y a esas personas que han estado presentes en nuestra vida a lo largo de los momentos más importantes de la misma, un amor que a menudo crece cuando nos vemos obligados a vivir prescindiendo de ellas en el día a día, y a las que cuando volvemos lo hacemos ya por decisión propia. Esa mujer no es otra que Sol Gómez Arteaga, quien se define como «leonesa de Valderas», una mujer, una escritora, que se reconoce tanto en los paisajes de Tierra de Campos, en los que se ha criado, como «en el sonoro silencio y el anonimato de Madrid», la ciudad en la que reside hace ya la friolera de treinta años. La escritura es para ella una forma de estar en el mundo y alimento como el pan de cada día, ese tan ligado a las tierras de las que procede pues eran también tierras de pan. Dice escribir para sacar a la luz realidades invisibilizadas de nuestro pasado más reciente, pero también del presente, aspecto éste que tiene mucho que ver con su actividad profesional como Trabajadora Social en el campo de la salud mental. Y así lo hace «despacio, como una labor de artesanía, en una trayectoria que tuvo su inicio allá por el año 2000 en talleres de escritura creativa», y que ha ido mostrándonos desde entonces en varios libros de relatos, una novela y lo que aún queda por llegar. Colabora también desde hace algunos años en algunos periódicos digitales como Astorga-Redacción (2014), Tam Tam Press (2017) y Nueva Revolución (2021). En ellos nos van mostrando su escritura entre artículos de opinión o relatos, como los que –publicados en Tam Tam Press- dieron lugar a su último libro de ‘Trazos de sombra’ (Marciano Sonoro, 2021), relatos relacionados con desórdenes de la mente.La impronta de sus paisajes y de quienes los conforman podemos encontrarla, principalmente en sus dos primeras publicaciones de relatos ‘Los cinco de Trasrey y otros relatos’ (2012) y ‘El sol a la tinaja y otros cuentos’ (2017), de las que ella misma dice que la alusión al paisaje que la vio nacer la realiza de tal manera que hace que este funcione como un personaje más. Ambientadas en ese mundo rural propio de la comarca «Campos» del sur de León, se inspiran en historias que oyó a los suyos y que ha escrito «en el intento de que perduraran para la memoria colectiva». Y siguiendo ese instinto de hacer perdurar lo propio, el paisaje pero también las personas que dan lugar a las historias que forman parte de los que nos hace crecer como personas, su presencia constante en los repetidos homenajes a escritoras de nuestra tierra a las que rendimos nuestras palabras desde hace algunos años, como Josefina Rodríguez (Aldecoa), Manuela López o Felisa Rodríguez.
Siguiendo su personal línea de trabajo, hoy, Sol Gómez Arteaga no nos habla de ningún lugar concreto que visitar, aunque sí de un paisaje que conforma esa tierra de la que procede y de una de esas personas que de vez en cuando todavía los pueblan ante quien, como si fuera un monumento vivo a esos detalles que conforman nuestras diferentes geografías, merece la pena detenernos y entretener un ratito de nuestro tiempo, en la seguridad de que nos aportará una apreciación diferente de esos paisajes por los que transcurrir.
La mirada de Sol Gómez Arteaga
A medida que el viajero se acerca al sur de León el campo es más llano, desnudo. Apenas unas cuantas encinas o una hilera de chopos señalando el curso de un riachuelo rompen la uniformidad de unas tierras plagadas de alfalfa y cereal que el sol de primeros de junio abrasa sin piedad. A ambos lados de la carretera, se extienden inmensas planicies plagadas de parcelas separadas unas de otras por distintas tonalidades ocres y verdes, a veces salpicadas del color rojo dañino, aunque bien hermoso, de las amapolas. Un paisaje que se le representa un tablero de ajedrez, o mejor, y quizá más acorde con la forma de vida de las gentes de esa tierra, con los delantales, hechos de remiendos, de las campesinas.Al descubrir a un pastor en la loma con su rebaño de ovejas, detiene el coche en un camino y sale. A medida que se acerca, se da cuenta de que el pastor es un hombre de edad. Está de pie, los brazos apoyados en el cayado, como si toda la vida hubiera permanecido en esa postura. Al llegar a él, le da los buenos días.
– Y calurosos.
El pastor mete la mano en el bolso, le entrega un puñado de almendras.
– Cosecha de este año. Las acabo de coger de un almendro que hay al otro lado del río. Están dulces.
Se quedan en silencio. El viajero se fija en el perro carea, tan alerta, mientras las ovejas comen con tranquilidad en los rastrojos. Solo se oye un sonido, suave, cadencioso, de cencerras.
– Pocos pastores salen al campo ya.
– Pocos.
El pastor le cuenta que se jubiló hace unos años, pero se aburría y volvió a hacerse con un pequeño atajo de ovejas. Cincuenta solo. Lo suficiente para estar «enratao». También le dice que con la leche elabora quesos.
Al viajero le gustaría confesarle que su padre, que vivió un par de pueblos más allá, también fue pastor. Igual hasta se conocieron en alguna feria de ganado. También que regresa para quedarse en esa tierra de desolada severidad, hoy llena de fantasmas –pues los que amó han muerto–, que le vio nacer. Sin embargo, algo en su interior, ancestral y primitivo, le impide explayarse. Así que, fiel al carácter parco del paisaje que le envuelve, asiente solo y, antes de meter la preciada ofrenda en el bolso, da las gracias.
Luego sigue su camino.