Es uno de tantos vuelos rutinarios en aviones militares que se hacen para la puesta a punto de unos aparatos a menudo obsoletos. Sin alejarse mucho: una escala en el aeropuerto de Santiago y vuelta al aeródromo de León. No soy Saint-Exupéry, ni mucho menos, pero mientras sobrevuelo el paisaje conocido, nada estimulante, de unos montes cubiertos de matorrales, a medida que me acerco a mi destino, no me importaría planear sobre un mar de arena mientras el sol se pone y tiñe de tonos naranjas y púrpura las dunas que el viento ordena y desordena a capricho, sin descanso; encontrarme con el Principito y escucharle hablar del asteroide B 612. Sin embargo, deberé conformarme con la imagen de esa niña que pastorea un rebaño de ovejas y que al escuchar acercarse mi avión corre a ocultarse asustada entre unas urces. Apenas dudo que permanecerá allí escondida hasta que ese pájaro de acero, que fantaseará puede descargar sobre ella y su ganado una bomba o algo peor, se haya alejado lo suficiente como para dejarlo de oír. Un cuerpo que a escala no abulta más que una de las muñecas de mi hija, que se encoge y acaba desapareciendo camuflada con el monte bajo. Imagino una cara de piel blanquecina – es todavía invierno –, junto a un cabello castaño enmarañado, y una ropa insuficiente, cubriendo un cuerpo menudo que tiembla de frio. Soy incapaz de hacerme una idea de en qué pensaba antes de escuchar abrirse paso, sobreponiéndose a los ladridos del perro, el sonido ronco del motor del avión. Pero no sé por qué sospecho que eran unos pensamientos tan melancólicos como los recuerdos del Principito de su travesía por los asteroides cercanos al suyo. Quizá no pensaba en nada y se limitaba a mirar pastar a las ovejas, tan pendiente de no perderlas de vista como yo de mantener constante la misma altitud. Es difícil meterse en la piel de otro, y más aún en la de un niño, aunque lo veamos todos los días, como ocurre con mi hija, de la que apenas sé nada de lo que realmente le importa. Si es feliz o no, si le gustaría cambiar de vida o de amigas. Suponemos que un beso antes de acostarse responde a esas preguntas y nos desentendemos de todo lo que pueda indicar que no todo se soluciona con un beso, que en realidad mi hija debe estar harta de oírme decir al dárselo siempre idénticas cosas – que estudie y se porte bien – como un disco rayado. No me importaría explicarle a esa niña que no supongo una amenaza para ella – espero que para mi hija tampoco, aunque a veces me mira como si lo fuera si la regaño cuando me hace perder los nervios –, que la guerra terminó hace tiempo y puede confiar en mí tanto como en el perro que cuida del ganado, que también yo me veo obligado a hacer cosas que no terminan de convencerme, como tener que pilotar este Hispano-Suiza; que preferiría ser Saint- Exupéry y que ella fuera una princesita explorando un planeta desconocido. Aunque también sé que un día puedo convertirme – Dios no lo quiera así – en la amenaza que presiente y transportar realmente esas bombas que imagina que viajan conmigo. Una carga de muerte y destrucción aplazada abriéndose paso entre las nubes, viajando hacia su objetivo una tarde de invierno como esta, en la que ya se aciertan a adivinar los cambios imperceptibles que arrastra consigo una primavera próxima, que pronto se adueñará de todo con su soplo vivificante, ajena al ruido del motor de un artificioso pájaro de acero que descansa en una pista de cemento en lugar de en la rama de un árbol; un pájaro de acero que puede perder altura, porque algo ha dejado de funcionar de pronto en el motor, y precipitarse sin remedio, en picado, contra el suelo; sin desearlo, sobre el rebaño de una niña asustada que seguramente no piensa por suerte ahora en nada.
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