"Para desmontar tanta infamia dicha sobre la mina"

Zana, minero, ex alcalde, rebelde. Ha muerto la mina y siente que tiene mucho que decir, que desmentir, infamias que desmontar. Por eso ha escrito un libro de ‘Relatos mineros’

Fulgencio Fernández
28/04/2019
 Actualizado a 19/09/2019
Juan Carlos Lorenzana, Zana, ante el monolito a uno de los personajes que han sido referentes para él, Horacio F. Inguanzo, ‘El Paisano’.
Juan Carlos Lorenzana, Zana, ante el monolito a uno de los personajes que han sido referentes para él, Horacio F. Inguanzo, ‘El Paisano’.
"Con estos relatos mineros queremos contar para desmentir, contar para desmontar toda la infamia que de nosotros se ha dicho y se ha escrito". Son palabras de Juan Carlos Lorenzana para «justificar» o explicar un libro, del que es autor, que estos días llega a las librerías con el título de ‘Relatos mineros’ (en Eolas Ediciones).

Si añadimos que detrás del nombre de Juan Carlos Lorenzana se esconde quien casi todo el mundo de la minería conoce como Zana ya se entiende aún mejor cuando dice eso de «toda la infamia que de nosotros» se ha dicho y escrito. Nosotros quiere decir los mineros pues Zana, que fue alcalde de Pola de Gordón, siempre se define como minero pues, como escribe Julio Llamazares en el prólogo: «Juan Carlos Lorenzana, minero de profesión, hijo y nieto de mineros y toda su vida pasada en la cuenca minera», concretamente la de Gordón, las tierras dela Hullera Vasco Leonesa.

Fue siempre tan minero, incluso en los tiempos que fue alcalde de su municipio, que fue noticia a los pocos meses de llegar al sillón de alcalde por algo muy poco habitual en política. «Juan Carlos Lorenzana presentó su dimisión oficial de todos sus cargos, algo que dice hacer ‘por coherencia’ después de que el partido al que pertenece (IU) no suscribiera en el día de ayer en Madrid el acuerdo nacional en defensa de la minería del carbón».Dicho y hecho. El alcalde volvió a convertirse en minero, incluso más allá de la existencia de la mina.Y a la mina de la verdad que siente necesidad de contar regresa ahora con un libro, un libro de relatos, para que quede escrito lo que el tiempo seguramente irá borrando, ahora que se van cerrando las galerías de las minas. Tiene Zana muy claro qué quiere contar: «Con estos relatos quiero abrir, mostrar, enseñar más allá de las cuencas mineras, cómo fue que sufrimos, que luchamos, que lloramos y que reímos. Cómo fue que vivimos. Cómo se llegó al convencimiento de que juntos, y sólo juntos, podíamos soportar el vivir en zonas inhóspitas, con un clima adverso, en un trabajo duro, durísimo, que nos ha hecho pagar mucha sangre. Y, durante mucho tiempo, represaliados.Y este repaso de las realidades de un mundo que desaparece es el que protagoniza los capítulos, los relatos que contiene el libro. El contenido de los mismos lo repasa un prologuista de lujo para el volumen, Julio Llamazares, quien escribe y describe alguno de estos relatos: «En El miedo, el cantar es el de un adolescente que al cumplir los 16 años se apunta a la mina sin decírselo a su madre viuda y se ve envuelto casi sin querer en un encierro de protesta. En El camino asistimos al camino diario de ida y vuelta de unos mineros antiguos desde su pueblo a la mina, el día de la narración en medio de una nevada. No más allá de seis palabras (como una bola de nieve) nos sitúa en el alma de una viuda de minero que por su juventud ve acentuada su desgracia a causa de una calumnia. El primer día del resto de sus días relata la llegada de una familia de campesinos a un pueblo minero huyendo de la miseria del suyo, algo que vivieron tantas. A veces es el azar, las más nos relata un accidente minero a causa del gas grisú y las consideraciones de los testigos sobre si se pudo evitar o no. Los otros nombres cuenta una jornada en la mina con el argot preciso de los mineros y una mirada naturalista que nos hace vivirla como uno más. El día de fiesta nos traslada a las celebraciones del día de Santa Bárbara, la patrona de los mineros, envueltas en el sonido de la dinamita y en el canto del himno más popular de la mina española...». Y así sucesivamente, un repaso en el que Llamazares nos recuerda un buen número de pasajes de la vida minera que Zana perpetúa con una pluma en la que se hace evidente su conocimiento del mundo que aborda, de los mundos que aborda y vive pues, como apunta el propio Llamazares en las primeras lineas del prólogo: «A la literatura se llega por múltiples caminos. Hay quien lo hace a través de las lecturas de otros escritores, por admiración o deseo de emulación de los libros que le marcaron como lector. Otros, en cambio, llegan a la escritura tratando de contar sus experiencias, que consideran dignas del conocimiento general o que necesitan escribir para fijarlas en el papel y que no desaparezcan con ellos. Las dos opciones son igual de respetables, puesto que la literatura pertenece a todos».

Y, pese a esta división, Llamazares aventura una tercera opción: «se enmarcaría en la segunda de las opciones, si bien puede que también tenga su razón de ser en la primera de ellas, la del que escribe por vocación literaria independientemente de que necesite contar su experiencia vital, tanto la propia como las que conoció por su condición de minero o heredó de sus antepasados a través de la narración oral».

Y señala sobre el tono general de los relatos que «nos sitúan en un ambiente extraño para la mayoría de los lectores, incluso de aquellos que viven en territorios donde el carbón ha sido un elemento importante de su economía y su historia. Pero esa extrañeza se hace cercana merced al pulso del narrador, cuyo dominio del arte del cuento (ese contar sin decirlo todo, ese sugerir sin ver, ese dejar a la imaginación del lector lo que retrasaría la acción o lo que la narración oculta o no quiere saber) sorprende en una persona que trabajó toda su vida como minero y, por tanto, con una formación limitada más allá de la que consiguió por sus propios medios mientras trabajaba».

Para Llamazares el libro, los relatos, las historias de estos ‘Relatos mineros’ son fruto de que «aparte de una gran inteligencia, de fondo se advierte la hermosa herencia de la narración oral, ese cantar de cantares del pueblo llano y sin voz que se aprende en las noches de invierno a la luz de la lumbre o de las estrellas o en la penumbra de las cantinas y de los chigres donde los hombres cuentan, a la vez que beben, sus alegrías y sus penas y que en las aldeas mineras cobran un sentido épico que las llenan de romanticismo heroico. La heroicidad, no obstante, está en su día a día, en el relato de unas existencias marcadas por el entorno y la profesión y que son las que nutren las historias que el autor de estos relatos cuenta dándoles una trascendencia que las convierte en universales a pesar de su particularidad».

Muestra el autor de Luna de lobos un sentimiento de orgullo por haber tenido el privilegio de escribir el prólogo de este libro:«Tradición, orgullo y cultura, esa cultura minera amenazada de supervivencia ahora por el fin de la minería y de los mineros, es lo que nos trasmiten estos relatos de Lorenzana (Zana para quienes lo conocen) y orgullo es lo que yo siento por poder presentarlos a sus lectores como lo que verdaderamente son: literatura sin ganga ni escoria y con el aliciente de por primera vez haber sido escritos por alguien que conoció y vivió lo que cuenta desde dentro, no como quienes hemos escrito de la mina desde fuera, de oídas o imaginándola. El diccionario de argot minero que los complementa no es una aportación menor, pues la desaparición de la actividad minera se llevaría también esos términos hacia el olvido como se llevará los recuerdos y las historias de los mineros cuando ya no estén».

A Zana solo se le ocurre una palabra: «Gracias».
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