‘Las cinco vidas del traductor Miranda’
Fernando Parra Nogueras
Editorial Funambulista
Novela
352 páginas
18,50 euros
Premio de la Crítica Literaria Valenciana de Narrativa 2023
Otro día, que la novela de la que vaya a hablarles no tenga tanta tela que cortar como la que hoy nos ocupa, les explicaré con más detenimiento cómo es la labor de un crítico que pretende ser ecuánime y honesto, cómo intenta estar al tanto de las novedades más destacadas, cómo elige los libros sobre los que escribe o, en ocasiones excepcionales, cómo es escogido por ellos. En cualquier caso, y sintetizando al máximo, la tarea del crítico tiene mucho que ver con la información y con la intuición.
Por ese motivo, me bastó un comentario informativo en una red social de ese gran escritor que es Antonio Tocornal para intuir que ‘Las cinco vidas del traductor Miranda’ era un libro que iba a merecer mucho la pena. Desconocía entonces que acababa de ser galardonado con el Premio de la Crítica de Narrativa de la Comunidad Valenciana. Fue el responsable de comunicación de la editorial quien me puso al corriente del dato, cuando contacté con él para que me hiciera llegar un ejemplar por correo.
Poco después descubrí que el autor y yo éramos amigos en Facebook, lo que equivale a decir que no nos conocíamos de nada, como ocurre con tantos y tantos autores que merecen la pena y que, por unas razones u otras, nos pasan absolutamente inadvertidos.
Afortunadamente, al menos en este caso, el destino, que tan caprichoso se muestra con los personajes, ha evitado que eso ocurra y me ha permitido descubrir una novela magnífica. Y estoy seguro de que muchos de ustedes estarán de acuerdo conmigo, si siguen mi recomendación y devoran casi de un tirón las trescientas cincuenta páginas cuadriculadas (sólo por el original formato editorial) que emplea en contárnosla su autor, el tarraconense afincado en tierras alicantinas, Fernando Parra Nogueras.
‘Las cinco vidas del traductor Miranda’ se cimenta en las figuras de tres personajes, el acosado, condenado y agredido autor de ‘Los versos satánicos’, Salman Rushdie, el presunto traductor de la novela al español, que oculta (lo de ocultar es un decir) su verdadera identidad tras el apellido Miranda, y un terrorista musulmán que sufre espejismos cítricos y al que un «medicucho de pacotilla ha degradado a la vulgaridad de epiléptico».
Ya desde la concepción de los personajes, desde la potencia psicológica de sus perfiles, la novela resulta cautivadora. Para conseguir ese efecto, además, Parra Nogueras adapta la voz más adecuada a cada uno de ellos. A Rushdie (o a Joseph Anton, por la devoción que profesa a Conrad y a Chèjov) le otorga una tercera persona, digamos, ‹‹de realista ficción biográfica››; a JL Miranda (que, irónicamente, podría deber su apodo a un personaje de serial televisivo y a un refresco del Pleistoceno) le adecúa una tercera persona de pura ficción, por mucho que añada a las andanzas de su protagonista cameos encomiásticos hacia editores como Mario Lacruz y escritores como Luis Landero o cite de refilón a periodistas como Álvarez Gundín.
En cuanto al terrorista musulmán, cuyo nombre no se desvela en ningún momento, aunque se convierta en el perejil de más de una salsa, Fernando Parra utiliza una primera persona más cercana e intimista, pero quizás también más óptima para el único personaje de absoluta fantasía que puebla las páginas de la novela, por más que fantástica sea Chiasa, la mujer esplendorosa, la amante ocasional, la tabla de salvación permanente de Miranda o fugazmente cautivadora resulte la figura del pequeño Rodrigo, que posee una brújula mágica capaz de encontrar personas tristes, y que es el único figurante –además de un heterónimo argentino auténtico– que conoce la verdadera identidad de Miranda.
A partir de ahí, el autor construye una novela sobre la identidad y la culpa, pero también copan papeles primordiales la sinrazón religiosa, el fanatismo radical, el terrorismo o la impostura, personificada –cada uno a su manera– en los tres protagonistas o en Alicia Esteve Head, que surgirá en las postrimerías de la novela como ejemplo lapidario de farsante que, probablemente, se crea las personalidades que se atribuye. Tampoco hay que dejar de lado la constante participación caprichosa del azar, que cambia la resolución del juego según le conviene, de la vida, de la muerte, del miedo, de la libertad o de su ausencia, o de esa capacidad que la providencia ofrece para diferenciar entre las pequeñas acciones y las grandes decisiones.
Mención aparte merecen los líricos arranques y los cierres herméticos de muchos capítulos, el lenguaje elegante, ampuloso y barroco por momentos, que el autor emplea, por mucho que asegure en los agradecimientos postreros que ha aligerado el texto original de nombres y epítetos pomposos; porque no deja de practicar, como su traductor, juegos de pasamanería léxica, de emplear una sedosa sutileza semántica, de pincelar comparaciones fastuosas, relacionadas frecuentemente con personajes de distintos orígenes mitológicos o legendarios, de alardear de una adjetivación rutilante (se me vienen a la mente ingleses afiligranados o rayos azafranados en el horizonte). Y, sin embargo, el producto resultante, pleno de calidad literaria recuerda también por momentos a los ‘best-sellers’ más complacientes, por mucho que la novela carezca de esa tensión que en los ‘thrillers’ provocan la intriga, la violencia o el sexo; y sean la pericia lingüística, la frenética correlación de frases luminosas como guirnaldas que se suceden en cascada y el entramado psicológico actoral los que sustenten esa sensación, en apariencia, tan controvertida y, a la vez, tan gustosa de leer.
Como el mundo está lleno de coincidencias y de paradojas, Miranda es un hombre que durante buena parte de su expuesta existencia se gana el precario sustento como traductor y como guía turístico en Tarragona. Salvo honrosas excepciones, son los traductores y los guías turísticos otro par de subespecies a las que otro día que me sobre un cuarto de página les dedicaré unos cuantos «elogios», unos impostores caraduras –y muy ocurrentes, eso sí– que con frecuencia se amparan en el desconocimiento de lectores y turistas para hacer alarde de su prodigiosa imaginación, para reproducir versiones muy cuestionables de los textos primigenios o para citar –hace un mes lo sufrí, precisamente, en ese suelo tarraconense que pisa el protagonista de la novela, y de ahí la mención– a emperadores romanos que gobernaron sus vastos territorios trescientos años antes del nacimiento de Jesucristo, a Escipiones cuyos nietos precedieron a sus abuelos, o a Césares Augustos que de la noche a la mañana dejaron de ser sobrinos para convertirse en hijos de un tal Julio César.
Pero como dice el único Miranda auténtico que aparece en la novela, un traductor serio y fiable, de los que no se puede poner en el ojo del huracán, «la vida es una traducción siempre imperfecta del libro original». Tendrá razón, y más habilidad a la hora de esgrimir ese razonamiento que cuando se le olvida o se le cae el sombrero. Ese sombrero que yo me quito en señal de respeto a un autor y a una obra que se merecen con creces todos los parabienes y reconocimientos que no paran de recibir.
José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
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Actualizado a
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