‘La sombra de la tierra’
Elvira Mínguez
Espasa Narrativa
Novela
272 páginas
18,90 euros
Quienes me conocen y me leen, lo saben. Aborrezco los puntos suspensivos en los textos. Salvo que me parezcan absolutamente imprescindibles. Y en el caso del título que sirve de telón a mis cábalas se me antojan, no sólo necesarios, sino que marcan ese tiempo trepidante de incertidumbre, a la par que aclaratorio, que requiere esta reflexión escrita (como quienes tengan el humor de seguirme hasta el final terminarán descubriendo).
Cuando vía WhatsApp le comunicaba esta mañana a Joaquín Revuelta que buscase una foto de Elvira Mínguez para ilustrar esta reseña, me contestaba casi inmediatamente –él, que es un cinéfilo erudito y empedernido a partes iguales– por el mismo canal, con un toque de cierta perplejidad o ligero escepticismo (diría yo), que si la Elvira Mínguez a la que me refería era la actriz. Y al instante le confirmaba su presagio. Y es que la actriz vallisoletana, nacida exactamente seis días antes que yo, según me ha chivado ese engendro tan poco fiable que se llama Wikipedia, hace su debut literario con esta novela, mucho más que digna para tratarse de la ópera prima de alguien mediático que, inevitablemente, y por su condición de famoso, parece condenado de antemano a la sombra de la duda, a la sospecha de que lo que escribe, como la Wikipedia, no es de fiar.
Pero no es el caso. La única sombra que sobrevuela la novela es la que aparece en el título. A partir de ahí, Elvira Mínguez nos cuenta con absoluta brillantez y originalidad una historia absolutamente tétrica y tenebrosa (y distíngase con precisión de relojero el matiz que quiero darle a cada uno de esos adjetivos, a los que podría añadir «terrible», «trágico» o «terrorífico», y serían aceptables en su justa medida y harían juego con esa «T», de tierra, que también figura en el título de la obra).
Pienso en la aclaración solicitada por Joaquín Revuelta, e inevitablemente recuerdo a la mujer que representó el papel de la terrorista etarra en ‘Días contados’ (donde Javier Bardem y Carmelo Gómez estaban colosales), y me viene a la memoria la «engoyada» Raquel, de ‘Tapas’, o la más reciente Flora, en esa trilogía cinematográfica encabezada por Marta Etura, que recrea las archifamosas novelas de Dolores Redondo ambientadas en el valle del Baztán, y donde Elvira Mínguez interpreta el papel de hermana adusta y recia de la protagonista. Como Flora, es gélida e impenetrable la terrorista de ETA en la película de Imanol Uribe. E igualmente tiene que buscarse una puerta abierta a la vida que está por venir la madura Raquel que se enrolla con un casi adolescente Rubén Ochandiano en la cinta de Corbacho.
Todas esas mujeres, su carácter seco, afirmado contracorriente en tiempos de dificultad, tienen mucho que ver con Garibalda y Atilana, las dos protagonistas de ‘La sombra de la tierra’, una novela situada a finales del siglo XIX en Villaveza del Agua, una pequeña localidad zamorana que, aun existiendo en el mapa de la realidad, tiene el aire ficticio de los escenarios figurados expresamente desde la imaginación.
Atilana es (o era) un nombre bastante frecuente en el santoral zamorano, por lo que puede guardar reminiscencias de recuerdo familiar en la memoria de la escritora. Pero me gusta más pensar que Mínguez ha buscado dos nombres contundentes para dos enemigas acérrimas y de armas tomar. Atila-na, recordando al bárbaro rey de los hunos, y Garibalda en honor al revolucionario político y militar italiano. En cualquier caso, con ellas empieza esa cruenta partida de damas a la que hago alusión, a modo de pista, en el título de esta página cultural.
‘La sombra de la tierra’ es una novela preferentemente femenina y coral. Hay infantería masculina, sí, pero al servicio de las dos matriarcas y de sus causas enfrentadas. Los hijos de Garibalda, el hijo de Atilana y el hombre fiel que aspira infructuosamente a su amor, el cura pederasta y orate que sucumbe al vicio de la carne bajo el cuchillo de una especie de mantis (no) religiosa cuya identidad no voy a difundir ahora, así como otros intérpretes de menor fuste que son como fichas que ambas lideresas mueven a su antojo sobre el tablero de la pobreza, con el único fin de que sirvan a sus intereses mezquinos. Lo mismo ocurre con las mujeres de tercera fila, un sanedrín de arpías que cambia de bando y se sitúa sin ningún rubor al sol que más achicharra.
Son secundarias de lujo, sin embargo, y su contribución es imprescindible en la trama, Tránsito –la hija de Garibalda– y las tres hijas de Atilana –Amparo, Bela y Tina–. Cada una en su papel subalterno y sometido, salvo Amparo, que empieza a insinuar su temperamento imperturbable cuando ayudada por unas tijeras hace trizas sin piedad a una lagartija.
Tampoco se puede escamotear la importancia de la Taya, esa anciana, siniestra para unos y casi ciega para otros, que casualmente surge de la nada cada vez que la muerte va a retirar de la circulación a alguno de los personajes que ya han dado el juego que tenían que dar.
Me llama mucho la atención, más que el tempo, el tono narrativo, tan distinto a lo habitual y reconocible. Y de ahí otro de los grandes méritos de la novela. Mínguez emplea habitualmente la tercera persona, pero le da una elasticidad de distancia o cercanía según le conviene a la intensidad del fotograma que se describe. Quizás no pueda renegar del todo de su faceta actoral y el esqueleto y la escritura y los potentísimos y rencorosos diálogos de la novela –remarcados (¿innecesariamente?) cuando abusa de las palabras y las frases caligrafiadas en mayúsculas– nos recuerden al libreto de un drama teatral que refleja continuas puestas en situación y que requiere la constante implicación del público o, en este caso, de los lectores.
¿Por qué hablo al principio de una partida de damas negras (aquí ya no preciso de puntos suspensivos)? Porque la novela es un duelo fratricida entre la cacica del pueblo y la aspirante a derrocarla de su poltrona situada en una habitación con vistas, una refriega de damas del mismo color fúnebre que se mueven sobre los escaques de un terruño rural decimonónico y precario, comiendo, matando o sacrificando a quien sea necesario para lograr sus objetivos, sin demostrar amor maternal, filial o fraternal alguno, llevando el luto en la superficie de la vestimenta y la frialdad de sentimientos en unos corazones cauterizados por el odio, el egoísmo, la soberbia, la ambición o la venganza, que desazonan el ánimo de los lectores más rocosos.
En cualquier caso, después de descifrar los enigmas con tintes de catástrofe que se desenmascaran en los momentos precisos de la acción (y que ponen aún más los pelos como clavos), a uno le reconcome el gusanillo de que esta novela, además de mucho que leer, puede dar mucho que hablar en los próximos meses. Y si no, al tiempo.