Recibiendo el último sol del verano, que los visi-llos de doña Nieves distraían sobre la mesa, estaba el viejo cuaderno del historiador. Y visto así, ahora que volvíamos conmovidos y llenos de memoria del cementerio, costaba poco seguir proponiendo milagros de los que le gustaban a don Delmiro. Acaso el último era que la tarde, para despedirlo, había puesto un velo de encajes luminosos sobre su obra.
Se perdían las mujeres al fondo de la casa y me quedé solo junto a aquella mesa bendecida por el reposo y la luz. Cogí el cuaderno en las manos y fue igual que traer de vuelta a don Delmiro, verlo pasar con aquellos apuntes bajo el brazo, que es como decir con el mundo a cuestas. El valle entero con sus montes y sus fuentes, con sus rebaños y sus nubes viven detenidos en estas hojas amarillas. Pero aquí tienen otra calma y otra autoridad. Y están luego los trabajos y los días, los oficios y los nombres que resucitan de golpe, en medio de un renglón: «cuando Ovidio el herrero hizo la casa…», «cuando la riada que llevó el molino de Samuel…», «el día que se abrió la escuela de los cuarteles…».
Don Delmiro tenía el paso menudo, igual que la letra con que está asentado el mundo en el cuaderno. En tan poca cosa caben ahora hasta resurrecciones de hombres completos, como el poeta que visitó el pueblo una vez. Siempre supimos que era poeta, a lo mejor hasta oímos el nombre y lo olvidamos. El caso es que las maneras exquisitas de quitarse el sombrero para saludar, o de limpiarse las manos con un pañuelo, lo hacían distinto. Todo lo nuestro le interesaba en el contraste de lo suyo: «en mi tierra a esta planta le llamamos tal y a este pájaro cual, este plato se aliña así y esta herramienta no la hay». A veces contaba del mar, en estos montes de nieve.
Iba aquel hombre siempre de traje oscuro y cuando volvía de dar un paseo con don Delmiro, nunca le faltaba una flor de manzanilla en el ojal. A los dos les gustaban las cosas del campo y era fácil verlos inclinados sobre una cuneta o señalando algún temblor en las alturas de un tilo, alguna armonía de pájaros que descifraban juntos.
El poeta se marchó tan discreto como había venido, milagrosamente inmaculado en el abordaje del tren del carbón.
–¡Adiós, don Delmiro, y que usted siga tan bueno!
Suena la despedida en los oídos como una ola que hubiera estado esperando desde el fondo de los días para reventar hoy, ante los ojos que repasan la línea por la que se pierde el poeta en la escritura de nuestro humilde relator. Y al levantar la vista, se recuerda uno enredado en una lejana tarde de grillos por la que se cuela el hombre del traje oscuro. Se agacha y con una voz muy seria me dice: «niño, deja tranquilo al cantor que si lo apagas se nos muere una estrella». De cerca, el poeta tenía la piel muy blanca, la barba muy negra y la mirada como un horno de fiebre.
Del fondo de la casa llegan rumores de alhacena y puertas que se abren. Hay voces de mujer que se animan a ofrecer algo, un dulce o un licor. A veces se oye un suspiro que parece arrastrar la tarde entera.
«Por San Silvestre –leo ahora en el cuaderno– hay cuarenta pares de madreñas a la puerta de la iglesia y dos docenas de paraguas negros que apuntalan la pared mientras misa».
Y esa anotación, entiende uno ahora, es la nieve del valle y el silencio sin que haga falta nombrarlos. Serán las lecciones del poeta en el cuento del historiador.
Don Delmiro se murió mientras dormía. Fue una de esas noches que se disputan secretamente la pereza del verano y el otoño inquieto por llegar. Amaneció el monte sembrado de nieblas, que son como despojos de las luchas invisibles del calendario. A media mañana levantó el sol el velo blanco y una campana lenta fue ganando altura en el aire transparente del valle. «Pronto –el corazón lo anticipa todo– el otoño irá sacando sus tintas suaves y volverá a ser grato pasear por los senderos, entre tierras olientes a recién abiertas y mojadas». Con esa ilusión se acostó el historiador. Y acaso se fue soñando caminos.
El pobre don Delmiro llevaba ya una temporada que no salía de casa. La última vez que lo vi paseando por la acera, tanteaba con la punta del bastón una grieta reciente de la fachada.
–¿Qué tal, don Delmiro?
–Aquí…, comprobando los hechos.
Estos montes perdieron su voz y su contento. ¿Quién vendrá a poner orden ahora en las sierras y las nubes, en las fuentes y en los panes del hogar?
Inesperadamente, bajo el oro moribundo de la tarde, los ojos se paran ante un nombre que parece mentira en el cuaderno. A lo mejor lo increíble es leer el nombre de nuestro pueblo junto al suyo. Lo grita por única vez don Delmiro para despedir al poeta en la estación, y es como si el tren, al arrancar con una sacudida, sobresaltara las sagradas consonantes del hombre que agita el pañuelo blanco mientras se aleja. De pronto el tiempo pone cada cosa en su lugar, según pide la historia. Y van los ojos hundiéndose en la memoria del papel, rebuscando entre las páginas que vienen antes de la despedida en la estación. Hasta que reconoce uno sus propios pasos. Al pie de una hoja, la letra menuda del relator le hace sitio a una mañana por la que cruza una mujer apresurada: mi madre joven camina conmigo de la mano. Llevamos unos frisuelos recién hechos para que el dueño de Platero, que está de huésped en casa de don Delmiro, desayune al gusto del país y diga, tendiendo las manos regaladas:
–En mi tierra, señora, a esto le llamamos alegría.
‘Pasos perdidos’ es un relato de Pablo Andrés Escapa que pertenece al libro ‘Mientras nieva sobre el mar’, editado por Páginas de Espuma.
'Pasos perdidos'
El autor lacianiego y XVIII Premio de la Crítica de Castilla y León, Pablo Andrés Escapa, se suma a la sección ‘El Decaleón’ de La Nueva Crónica con un relato de ‘Mientras nieva sobre el mar’
28/03/2020
Actualizado a
28/03/2020
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