‘El jardín de las delicias’
Fernando Méndez Germain
Editorial Almuzara
Novela
208 páginas
19,95 euros
Conocí a Fernando Méndez Germain a ciegas. Fue hace un par de años. Me llegaron sus palabras antes de identificar a la persona. Algo que en el mundo de los concursos literarios es relativamente frecuente, si el premio no está dado de antemano y el jurado conoce sobradamente a quién debe votar.
Acababa de leer ‘Una historia ridícula’, la novela que sirvió de antesala a la concesión del Premio Nacional de las Letras a Luis Landero y, mientras trataba de encontrar un relato que se pudiera indultar entre la hojarasca infame de un certamen de narrativa breve, me topé con un texto que se titulaba ‘Una historia vulgar’. No sé si fue el título lo que me llamó la atención, o que al menos la presentación era aseada, con sus márgenes bien justificados y sus sangrías correctas. En cualquier caso, empecé a leer con un interés cada vez más creciente hasta terminar pensando que allí podía haber un ganador que pusiera fin a unas deliberaciones que empezaban a enrevesarse.
Para mi fortuna, otro miembro del jurado opinó antes que yo, defendiendo aquella historia que de vulgar no tenía más que el título, y que estaba escrita con un lenguaje conciso y directo, sin alaracas ni concesiones a la galería. Abrimos la plica de rigor, temerosos de que tras el sobre se emboscara la identidad de uno de esos «rutilantes ganapremios» que consiguen cada mes más laureles literarios que copas de Europa alberga el Real Madrid en sus vitrinas y que, sin embargo, en el panorama de la literatura editorial no son conocidos absolutamente por nadie. Pero ese tema, el de los distantes circuitos de los concursos y la publicación, ya lo dejo, si acaso, para otro día.
Así fue como unas semanas después conocí en persona a Fernando Méndez Germain, cuando acudió a recoger el galardón que lo acreditaba como ganador de esa edición del prestigioso certamen internacional del que hablo. También conocí a su madre, Nina, el hallazgo de la gala, una venerable y divertida ancianita (y espero que no se enfaden hijo y madre conmigo por decir que era una señora mayor) que, a pesar de llevar muchos años viviendo en España, no había desterrado su encantador y cantarín acento extranjero. Nina y su fascinante biografía taladrada de peripecias se merecería un artículo (o incluso un reportaje) que no descarto dedicarle algún día. Pero eso, hoy, tampoco toca.
Hoy corresponde celebrar que Fernando haya dado el salto de la «literatura concursera», en la que se ha labrado en pocos años un nutrido currículum, a la literatura de calidad. Por eso me apetece escribir sobre esta novela, y no porque algunos de mis lectores me acusan de que cada vez les hago menos casos a las pequeñas editoriales heroicas, que publican novelas de gran calidad y escaso recorrido, y que me dejo seducir por las propuestas de los mastodontes editoriales que se venderían exactamente igual sin el respaldo de mis provincianas recensiones.
Así es que si escribo sobre esta novela no es porque conozca a su autor o quiera reconciliarme con los lectores que critican al crítico, que esto último, sinceramente, me trae sin cuidado. Si le dedico esta página a ‘El jardín de las delicias’ es porque existe también una literatura estimable, divertida –desternillante en ocasiones–, ágil de leer y con ácidos tintes de denuncia que, sin intenciones pretenciosas, pone el destornillador en la herida de muchos temas de candente actualidad como la corrupción de concejales, las mafias extranjeras, la emigración ilegal, la prostitución y sus proxenetas, la economía sumergida, los fraudulentos emporios inmobiliarios o esa ‹‹prensa veletera›› que se deja llevar por los vientos que más le convienen según rolen los acontecimientos sociales o políticos.
Una advertencia. No se me despisten. No tiene mucho que ver el título de la novela con el monumental tríptico pintado por El Bosco. Tal vez la similitud consista en cómo los sinvergüenzas que pululan sobre la tierra viven a base de bien, pisoteando o eliminando a quien les molesta, y pecando por doquier, sin miedo a las consecuencias que sus comportamientos actuales los originen a la hora de someterse al juicio final. Si es que, al paso que van las cosas, existe algún tipo de justicia para entonces.
O, tal vez, Méndez Germain quiera decirnos que ese edén idílico al que alude el título es la Asturias donde reside y que aparece retratada con tanto cariño en algunos pasajes de la novela.
En cualquier caso, si me hacen caso y se ponen a leer, es posible que les ocurra lo que me pasó a mí, que se zampen las doscientas páginas de un tirón, sin parar de reír, con la sensación de que están leyendo una obra picaresca de nuestro siglo dorado, traída a nuestro tiempo y adaptada a nuestras dolientes realidades.
Hablaba al principio de la novela de Landero. El protagonista urbanita y superviviente de la de Méndez Germain se parece bastante a él. Es tan grotesco e histriónico, tan pagado de sí mismo, tan iluso, tan incapaz de atisbar la realidad que le rodea, que uno no sabe si tenerle lástima o condenarlo a galeras.
Comienza todo con una equivocación, cuando unos matones eslavos lo confunden con otro y le dan una buena tunda. A partir de ahí, y socorrido por una samaritana trabajadora de la calle que responde al nombre pintiparado de Choni, se sucede una odisea consecutiva de acontecimientos que quitan la respiración. El protagonista, heredero de una exigua fortuna materna, decide seguir el rastro de un inquilino que ha desaparecido sin pagarle la renta y, lo que es peor, dejando desatendidas sus obligaciones de tener la casa en orden y la despensa abastecida de frixuelos.
Como consecuencia de la búsqueda –referida en primera persona– del tal Avelino, que se parece «inexplicablemente» mucho a él, surge un patio de Monipodio aderezado de personajes de la más dudosa catadura y condición: chulos baratos, camareros chinos, informáticos, lumis cultivadas que ejercen en un prostíbulo con aires de liceo y que recitan a Apollinaire o a Baudelaire mientras follan, secretarias insufribles, ancianas y ancianos encantadores, inmigrantes sin papeles o incluso concejales que han hecho fortuna gracias al ladrillo y que se llaman Baldomero, por chufla y porque la rima del nombre resulta evidente con sus intenciones.
Roza la novela el esperpento en ocasiones, condición imprescindible acaso para que no se haga demasiada sangre con las situaciones más dantescas, con cabezas que desparraman sus sesos por el alicatado de un aseo, o con personajes que asumen el apodo de ‹‹Sietevidas›› y que siembran involuntariamente la muerte y la desolación a su paso.
Háganme caso. Dense un respiro en sus lecturas habitualmente sesudas e impenetrables como las tortillas de patata de algunos bares y amenicen una tarde con esta deliciosa historia, que no les meterá en jardines laberínticos y que les hará reír y cavilar gracias a una caterva de pícaros contemporáneos. De desheredados de la fortuna y quizás del porvenir.