Para mi madre, uno de los recuerdos más valiosos que atesora en la memoria sobre su padre es verle en el corral charlando amigablemente con el tío Pablo, el Gorrión, y fumándose un cigarro. La familia del Gorrión, sin ser pobres de solemnidad, pertenecía a esa categoría de gente menesterosa tildada en los años cuarenta de “muertos de hambre”. Apenas poseían unas tierras, que daban más trabajo que fruto, y gracias a ellas, y a los quiñones de monte que facilitaba la Junta Vecinal, donde plantaban centeno, podían llevarse algo a la boca. No era pues extraño que el Gorrión se dejara caer renqueante por la casa de mi abuelo, cuando echaba de menos fumar un cigarro y la penuria le obligaba a hacerlo de balde. «¿Tienes un “pito” Loncio?», preguntaba a mi abuelo, con la modestia de los desheredados, comiéndose la “e”. Y mi abuelo respondía: «Claro, compañero». Liaban los cigarros en silencio, con unas manos castigadas por el trabajo, burdas y elocuentes. A continuación, conversaban durante un buen rato y al despedirse, mi abuelo vaciaba parte de la petaca en la de su amigo. Aquel ceremonial encandilaba a mi madre, que, mientras permanecían juntos, no paraba de corretear alrededor suyo intentando oír sus confidencias. Así fue como se enteró de que el tío Pablo se planteaba dejar el pueblo y emigrar. Una decisión que fue posponiendo, pero que nunca olvidó del todo. Hasta cuando le diagnosticaron un cáncer de lengua siguió soñando con las tierras que descubrió Cristóbal Colón. En su imaginación las veía como ese lugar donde los perros se atan con longanizas. Mi abuelo, que apreciaba su amistad, le seguía la corriente y nunca trató de desengañarlo. Incluso, en ocasiones, arrastrado por su entusiasmo, le decía que no le importaría acompañarlo. A mi madre le seducía esa idea. Viajar lejos, cambiar de aires y conocer gente distinta le parecía un sueño realizable que le gustaría cumplir cuanto antes. Aguardaba expectante las visitas del Gorrión, a la espera de averiguar nuevos detalles sobre aquel proyecto. El viaje sería en barco y para ello habría que desplazarse antes hasta La Coruña. Una vez en América, en el país que eligieran, asunto difícil de decidir sin valorar bien, previamente, las distintas opciones, todo serían facilidades. Bastaría acercarse por la embajada española para solucionar el problema de la vivienda, trabajo o cualquier otro imprevisto. En nada, gracias a que todo allí era mucho más barato, contarían con el dinero suficiente como para montar un negocio propio. Las posibilidades eran muchas, desde una carnicería – en Argentina y Uruguay había tanto ganado que la mejor carne no faltaba en ninguna mesa –, a una mantequería. Sin esforzarse, casi sin quererlo, uno acababa enriqueciéndose. Entonces sería el momento de plantearse la idea de retornar a España. Aunque semejante decisión también resultaría difícil. Los hijos, a aquellas alturas, habrían ya formado probablemente su propia familia y no querrían saber nada de volver a un lugar del que solo recordarían las muchas estrecheces pasadas en él. Además, uno acaba integrándose, haciéndose a una forma de vida distinta y olvidando unas costumbres, que, con el paso del tiempo, terminan pareciéndonos ajenas … Una tarde el Gorrión apareció vestido de domingo y le dijo a mi abuelo que había estado en Astorga, con alguien de regreso de América. Antes de ponerle al tanto de los detalles del encuentro, sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un paquete de tabaco rubio y le ofreció un cigarro. «Hoy invito yo, Loncio. Solo es un adelanto de lo que nos espera». Encendieron el cigarro y bajaron el tono de voz, como dos conspiradores que desconfían de todos y de todo porque creen estar muy cerca de alcanzar su objetivo. Al irse, el tío Pablo, rumboso, entregó el paquete de tabaco a mi abuelo: «Da las gracias a mi amigo, que fue quien me lo regaló». Y se fue igual de etéreo que una pluma, sin notársele la cojera, como si no pisara el suelo.
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