La Ribera del Órbigo, al igual que otras riberas de nuestra provincia, es tierra de presas y canales. Algunas de ellas, como es el caso de la presa Cerrajera, que transcurre también muy próxima, a las tierras que hoy ocupan nuestra mirada, es una presa de carácter histórico que está acompañada de su correspondiente leyenda, esa que está en el imaginario de tantos a quienes nos ha ido llegando de boca en boca a través de los cauces de la narración oral, o incluso a través de los literarios cuando ya los libros se han encargado de salvaguardar su existencia para siempre. Pero hay otros de esos espacios que forman parte de un imaginario mucho más personal, mucho más íntimo, ese que forma parte de la pequeña y particular historia de cada uno de nosotros hasta que, un buen día, decidimos compartirla con nuestros potenciales lectores; y eso es precisamente lo que hoy ha decidido hacer Manuela Bodas. De las historias de Manuela Bodas es muy difícil averiguar hasta dónde llega la realidad y hasta dónde lo imaginado, pero ahí está lo bueno de la situación ¿o no? La de hoy se sitúa en el pueblo en el que ella vive desde hace mucho tiempo, tanto que aunque no naciera en él se considera del mismo de los pies a la cabeza. Ese pueblo no es otro que Veguellina de Órbigo, asentado en la orilla del río que le da nombre y uno de sus más conocidos enclaves, un pueblo que se divide no sé si pudiéramos decir que en dos barrios: el primero constituido por el núcleo inicial a cuyas espaldas transcurre ya bastante manso el Órbigo, junto a cuyo cauce podemos situar todo el complejo deportivo lúdico deportivo que lleva el nombre de un personaje que también ha visitado mi sección en alguna ocasión, el de Manuela Rejas (primera maga con carnet de ilusionista de España), con piscina, pistas deportivas, punto de partida del recorrido fluvial en canoa, restaurante, camping,..., y con un espacio que cada año se utiliza para lanzar la poesía al viento entre el rumor cantarín del agua y la brisa que mece la arboleda y que también alberga el trinar de los pájaros que en ella se refugian. En los viernes de cada mes de julio. El otro barrio o núcleo poblacional (separados ambos por la carretera que desde la vecina localidad de Hospital de Órbigo, continuando por toda la vega del río, se interna en esta comarca en busca de las cercanas tierras bañezanas) ha crecido a la sombra de la estación de ferrocarril que une León con Galicia y de lo que en su día fue una floreciente industria azucarera, núcleo que nos ofrece el bullicio del día a día con su proliferación de bares y restaurantes, las oficinas municipales (aún teniendo en cuenta que el ayuntamiento está asentado en la vecina localidad de Villarejo de Órbigo, que es el que verdaderamente le da nombre), los centros de Infantil, Primaria y Secundaria -este último albergando también la Biblioteca Municipal-, las oficinas bancarias que aún dan servicio en la localidad y hasta la residencia de tercera edad que también permanece en esta parte del doble núcleo poblacional.
El acceso a dicha población es fácil tanto desde la carretera nacional que une Astorga y León, como desde la autopista que sigue un trazado paralelo a ella y que cuenta con salida propia. También lo es si nos hemos adentrado en la provincia, siguiendo el trazado de la A-6 o de la N-VI que une Madrid con La Coruña. Además hay todo un trazado de carreteras secundarias que van uniendo los diferentes pueblos de la comarca y que nos permiten, antes de llegar a Veguellina, disfrutar de un paisaje dominado por lo agrícola, en el que la huerta se van mezclando con otros cultivos más extensivos, ofreciéndonos un tejido de diversos colores y texturas que se convierten en hermosas vistas especialmente cuando las luces del amanecer pero aún más las del atardecer nos sorprenden, en muchos casos ofreciéndonos por línea de horizonte más allá de los contornos más próximos, la presencia mítica de un Teleno que permanece a sus espaldas como un guardián poderoso y silencioso.
Poesía y crónica desde el Órbigo
Pues bien, desde este lugar que hoy nos ocupa es desde el que nos ofrece sus palabras Manuela Bodas, la escritora que hoy protagoniza nuestra serie, una escritora que lleva la palabra en sus entrañas y que nos dice de si misma: «Escribo como terapia, también para adecentar un poco las víscera (porque) para mí leer y escribir son dos pilares fundamentales, son manjares suculentos que, además del amor, dan sentido a mi vida». De ella debemos decir que no es prolija en publicaciones al uso pues, salvo su ‘Gotas de vida, gotas de sangre’ (2000, Hermandad de Donantes de Sangre de León) y su obra infantil ‘En el nido del volcán’ (Cabildo de Fuerteventura, 2010), ambas agotadas, sus textos solo podemos encontrarlos momentáneamente en diversas publicaciones corales de las que sí que forma parte. Lo que sí es más común es encontrarla en publicaciones digitales (como la revista literaria Masticadores.com, es algunas de cuyas secciones comparte relatos, poemas y textos para población infantil) o escucharla en recitales, filandones y otros encuentros literarios en los que participa.
Manuela es una de esas personas que día a día viven inmersas en el mundo de la creación literaria desde una pequeña localidad y al margen de las ocupaciones diarias a las que profesionalmente se dedica, y sus inquietudes en este aspecto la llevan a adentrarse en diversos campos de la escritura: no solo en la poesía y los relatos, también en artículos de opinión, en reflexiones propias que comparte con quien quiera leerla en diversos medios de comunicación a través de los cuales se hace eco (pudiéramos decir que casi a modo de cronista) tanto de la vida cultural que llena su localidad, como de otros actos a los que ella acude e incluso de reflexiones muy personales sobre aquellos sucesos que le van impactando en su día a día. Y es que en su hacer literario podemos encontrar una marcada propensión a manifestarse sobre aquello que le parece injusto en la vida, a alzar su grito en forma de palabras, no solo para curarse a sí misma de las heridas que dejan en su alma, también para que su grito provoque en los demás ese punto de reflexión a la que ella misma se obliga.
«Me queda mucho recorrido para llegar a escritora», sigue diciendo aún a día de hoy, y mientras tanto nos sigue regalando una escritura en la que se suceden diferentes fórmulas con las que combina esos juegos de palabras que gusta de utilizar y que, dice, le han servido para aprender a hablar en voz alta consigo misma, ayudándola a salvar sus miedos, a canalizar emociones y a plantearse preguntas sobre los vacíos de la misma que ella misma busca responderse.
También se inspira en esa tradición oral que tanto ha contribuido, en nuestra provincia, a crear la urdimbre a partir de la cual tantas personas han crecido literariamente. Y es precisamente con todo ese bagaje que hoy ha vuelto la mirada a esa tradición oral de la que le gusta beber para descubrirnos un pequeñito rincón en ese universo particular por el que gusta pasear día a día, uno de esos lugares a los que –a veces sin saber muy bien por qué– se les coge especial cariño y en el que nos gusta pararnos una y otra vez, aún cuando transcurra mucho tiempo entre las paradas o incluso lo hagamos en nuestra mente. Una invitación a recuperar también nuestros propios lugares especiales. ¿Que cuánto hay de realidad en esta historia? Solo Manuela Bodas lo sabe.
«La presa del lobo»
«El abuelo Jorge había sido pastor y sabía mucho de lobos, y de serpientes, y del monte, y de las líneas que marcan la vida oblicuamente. Sabía mucho de la vida, de esa vida que la rutina enciende cada día. Por eso nos contaba historias de la naturaleza como nadie nos ha vuelto a contar.
Esta es una historia de Veguellina de Órbigo, mi pueblo. El lugar donde transcurre esta narración es un pequeño puente en el camino, ahora ya carretera, que va a Villarejo de Órbigo y a Estébanez de la Calzada y por debajo del cual discurre una presa.
El abuelo, como he dicho, era un hombre hecho, contrahecho, sabio e ignorante de lo que no era necesario saber, austero, fibroso, parco en palabras, salvo cuando le daba hebra a la imaginación. Cuando nos llevaba a pasear, le escuchábamos hipnotizados. Se nos llenaba el tuétano de momentos mágicos que nos han quedado impregnados en el hilo de la vida.
Pero a lo que vamos. La historia de ‘la presa del lobo’, que así quedó bautizado aquel lugar desde entonces, comienza así:
Érase una vez un abuelo al que le encantaba enseñar a sus nietos a leer la vida en la naturaleza.
– Hoy vamos a dar un paseo corto, la tormenta está cerca.
Llegamos a un punto del camino en el que un pequeño puente unía ambos lados de la ruta. En cuanto pasamos el puentecillo, el abuelo siguió un sendero que bajaba a la orilla del arroyo.
– Vamos por aquí, que os voy a enseñar la cama del lobo.
Mi primo y yo, que siempre íbamos en la retaguardia, nos paramos en seco, nos miramos con los ojos como platos.
–¿¡La cama del lobo!? –dijimos al unísono.
– ¿Pero como sabes que es la cama del lobo? –preguntó mi hermana.
El abuelo no contestó. Seguimos como sabuesos rastreando el aire, la hierba, el movimiento de los chopos, que ya se cimbreaban obedientes ante el viento que anunciaba la tormenta.
Bajo unas zarzas, se veía hierba tumbada.
– Ahí está la cama del lobo. ¿Veis cómo la hierba tumbada tiene la forma de su cuerpo?
El abuelo siguió el camino hasta llegar a la vera baja de la presa.
- Y aquí es donde bebe agua el lobo.
Un trueno nos asustó más de lo que ya estábamos, volvimos sobre nuestros pasos a toda mecha.
-Pobre lobo, va a pillar un resfriado –pensé».