Ranas

Por José Javier Carrasco

13/07/2024
 Actualizado a 13/07/2024
| ANA CARRERA
| ANA CARRERA

Pensaba, mientras manejaba la azada  para que llegara el agua a un nuevo surco, en cómo la tarde anterior  logró salvar de milagro la pierna de Clemente, que se disponía a cruzar las vías  borracho, pasando bajo un tren de mercancías detenido. Barría la puerta de casa cuando vio cómo se quedó  frito debajo de un vagón, el muy idiota, con una pierna atravesada encima del rail. La locomotora anunció  su partida, y ella  echó a correr hasta donde dormía su vecino, pudiendo empujar, con la escoba, la pierna dentro de la vía. Allí le escuchó roncar, ajeno a todo, en medio de los chirridos infernales del tren al ponerse en movimiento. Afortunadamente, no despertó hasta perderse de vista el último vagón. Nada más descubrirla enfrente, le dirigió una mirada vidriosa y preguntó si las ovejas ya estaban en la corte. Con sonrisa turbia, recibió su respuesta explicándole que aún no era hora de recogerse el ganado. Entonces, a trompicones, tomó el camino de casa. Al pasar a su lado, la miró como si fuera una extraña con la que se cruzara por primera vez y  comentó filosófico, casi derribándola: «Otra vez, Manuela, no dejes de barrer, permite que los acontecimientos sigan su curso. Las cosas son más sencillas de lo que parecen. Una pierna de más o menos, poco o nada importa». El agua ha alcanzado el final del surco y  debe apresurarse para que inunde uno nuevo. Como, también  su embarazo, dará muy pronto paso a otro hijo, el tercero. El segundo lo perdió semanas antes que a su anterior marido. Este será el primero de su nuevo matrimonio. El niño murió  de unas fiebres y  su padre de  pulmonía, porque, hundido por la muerte del bebé,  cometió la imprudencia de echarse un mediodía sobre una traicionera hierba húmeda  de abril, parecida a la que cubría  su tumba un año después, cuando ella decidió casarse de nuevo … Se vuelve y mira preocupada el sendero pegado a la vía del tren (no quiere ni pensar que se ponga de parto  sin nadie cerca que pueda  socorrerla); un cura avanza en su dirección a paso regular. Su figura reverbera contra el horizonte como una aparición. Al situarse a su altura, se detiene, saca un pañuelo impoluto perfectamente planchado, lo lleva a la frente y le pregunta si falta mucho para llegar al pueblo.  Es un hombre enjuto y serio, de mediana estatura, que la estudia quizá sorprendido por tener ante sí a una mujer sola, regando una tierra de patatas, en un estado de gravidez  tan avanzado. Le informa que a ese paso  estará en menos de media hora en su destino (tampoco ella se refiere al nombre del pueblo, sobreentendiendo un pacto para no hacerlo). El cura no se decide a despedirse. Ahora quiere saber dónde se encuentran, la designación con que conocen los vecinos a  aquel paraje. Ante la respuesta –  La Llama de la Rana –,  presta atención y  sonríe al oír croar distante  un  coro invisible de ranas. Su sonrisa es igual a una mueca, la expresión involuntaria de alguien a quien presionasen un músculo dolorido. Por educación le devuelve la sonrisa. Con el mismo ademán forzado, le pregunta su nombre y cuánto  le falta para dar a luz. Nada más escuchar la respuesta su cara recobra la actitud del principio; vuelve a ser como si no la distinguiera con claridad. «Soy el nuevo párroco, don José. Y si las ranas no deciden llevarte consigo a formar parte del cortejo de su reina, el encargado de bautizar  lo que tienes dentro, Manuela», dice, y,  sin darle tiempo a responder nada, se apresura a guardar el pañuelo y dirigirle un gesto vago de despedida. El agua ha desbordado el surco, pero eso apenas le importa porque se siente, incomprensiblemente, a gusto consigo misma, y porque entiende que el cura acaba de  brindarle la oportunidad de disfrutar del croar apacible de las ranas, que no parecen valorar la posibilidad de sumarla a su séquito.  

Lo más leído