El París de Cortázar no es el de Baudelaire, no es el del ‘flanneur’ aunque él también paseaba mucho, el suyo es el París de los solitarios, el París que no existe, que sólo está en la imaginación de todos los soñadores que peregrinan allí.
Vargas Llosa, que casi siempre da en la diana con breves comentarios de otros escritores, dice que le gustaba mucho el juego, pero un juego que de pronto se volvía algo enormemente serio. Apunta a un gran pizarrón que Cortázar tenía en su piso de la rue Martel y en el que había una colección inmensa de papelitos pegados con todo tipo de imágenes. El propio Cortázar lo confiesa, allí vio manifestarse a lo fantástico. En ese abigarrado cuadro, construido por azar con innumerables fragmentos a través de todo un año de improvisación, apareció una línea recta y vertical que se había dibujado sola de arriba abajo, desde un cuadro de Klimt hasta el final del panel pasando por todo tipo de imágenes: pinturas, retratos de músicos, entradas de cine, afiches, fotografías de Louis Armstrong o paisajes naturales. Es la explicación de su estilo, la sucesión de estampas que literaturizan la realidad y que ellas solas se enhebran, el juego de la rayuela de la vida.
En un concierto de Igor Stravinski presentado por Jean Cocteau, dos de los dioses de su cielo que estaba en la tierra, se quedó completamente solo en el entreacto cuando todo el mundo se fue al café; entonces, flotando, sobre los cientos de butacas vacías vio aparecer una especie de globos verdes medio transparentes que flotaban en el aire: los cronopios.
Aseguraba que, aún disfrutando de la compañía de la gente y los amigos, en la más feliz de las reuniones se le pasaba por la cabeza pensar si no estaría mejor solo, en su apartamento, escuchando un disco. Es posible que le gustase tanto el jazz porque sus músicos están siempre solos. Qué son los músicos de jazz si no unos grandes solitarios que ahondan con sus sonidos improvisados en la soledad de todos a través de la suya individual, qué son las bandas de jazz sino un conjunto de soledades.
Nadie se lo tomaba en serio en sus entrevistas cuando decía que era un ‘amateur’, que no quería ser un escritor profesional, que no tenía horarios, que poseía muy pocas ideas, que más bien seguía intuiciones; pero ahora, cuando ya no se habla casi de él, todo aquello cobra un enorme sentido, no era una pose, era verdad.
Cuarenta años sin Cortázar. ¿Quién lo lee?