Era un tren con el suelo y los asientos de madera y parecía que montabas en algo que te fuera a llevar directamente al pasado. Iba muy despacio, con lo cual el paisaje podía ser contemplado casi a la marcha de un caminante. Salía justo del lugar en el que la llanura empieza a levantarse hasta llegar a las montañas. La estación del tren de vía estrecha podría haber sido señalada por las autoridades competentes como el punto exacto en donde termina la meseta y empiezan las cordilleras. Toda ella era un escenario de película con figurantes de verdad, gente que iba y venía sin maletas del médico o del mercado, ancianos con la mirada muy quieta como de haber estado mirando mucho tiempo al campo y a la nubes y a los pájaros…
El tren era ideal para hacer una excursión a la ribera del río Torío e imaginarse en otro tiempo y otra vida porque era un gran viaje en miniatura. Ir y volver en el día a cualesquiera de esos pueblos quizá no fuese suficiente como viaje de novios, pero sí era perfecto para enamorarse.
Yo nunca he ido en ese tren hasta Bilbao pero sí un amigo mío, el librovejero de la cerrada chamarilería de la calle Cantareros. Un día de los muchos que duró su mudanza –que se prolongó desde la mañana en que le conocí hasta el momento en que definitivamente dejó el local, casi cinco años después– sacó de un baúl que había al lado de un piano un mapa muy plegado. Después de notar que no se lo iba a comprar aunque lo había elogiado mucho, comenzó un minucioso relato del trayecto ferroviario que había hecho innumerables veces desde niño hasta la ciudad vasca.
Señalaba con el dedo sobre el mapa cada una de las etapas, describía cómo iba cambiando el paisaje desde la llanura a las vegas de los ríos, a los montes y praderas, y de ahí hasta los bosques y puertos de montaña; luego la entrada en el paisaje oceánico, sus verdes y nublados, y la llegada a Bilbao, a la estación modernista en la misma ría. Dijo que se avanzaba tan despacio que parecía que iba a caballo o incluso a pie en algunos momentos y que, por ello, se podían abrir las ventanas y oler todos los aromas de todos los paisajes por los que se pasaba y que, al llegar a mediodía a Mataporquera, todos los vagones se llenaban de olor a comida. El trayecto completo debe alcanzar casi las ocho horas pasando por 54 estaciones, parando en todas.
En ese tren se iba el carbón de nuestras minas que ardía en los Altos Hornos de Vizcaya. Otro amigo me contó que de niño veía volverse rojo todo el cielo nocturno de Bilbao cuando ese carbón fundía el hierro en la gran colada.
Hace pocos días se manifestaron las gentes de León por retener otra cosa que se pierde: este tren. La estación ya está deshabitada. Reciben al desorientado viajero una máquina expendedora y un reloj anciano, muy alto y triste, de madera veteada, un reloj de vía estrecha que parece el ataúd del tiempo por el que se va todo.
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