E l agua forma parte, sin duda, de la idiosincrasia propia de la provincia leonesa, y es que gran parte de su territorio está surcada por ríos que la recorren cual arterias llenas de vida que la hacen latir y definen sus paisajes y lo que de los mismos se derivan. Si la pasada semana nos movíamos por la cuenca del río Órbigo, desde el que se abren presas y canales que convierten en regadío unas tierras llenas de Historia, buscamos ahora el cauce del río Porma, gracias a la mirada de Cristina Flantains, una de esas personas que un buen día decidió abandonar la ciudad en la que transcurría su vida y en la cual sigue trabajando, para centrar su existencia en los lugares de los que ella procedía.
Tomando como punto de partida la propia ciudad de León a la que subimos desde el Órbigo, y en dirección contraria al Camino de Santiago que varias veces ha estado presente a lo largo de estos recorridos veraniegos, podríamos llegar a esta comarca del Condado que hoy nos ocupa, siguiendo varias carreteras más o menos secundarias que siguen todas en dirección norte, hacia la montaña leonesa, en la que aún nos quedan algunos enclaves por visitar en las próximas semanas, buscando casi un cierto recorrido circular, pues terminaremos nuestras rutas en lugares muy próximos a aquellos con los que casi abrimos estas colaboraciones veraniegas. La que de más fácil acceso nos va a resultar es la que coge su desvío a la altura de Puente Villarente en dirección a Boñar, carretera a cuyos lados nos iremos encontrando cada uno de esos lugares que nos nombra nuestra protagonista de hoy en su texto, una muestra de lo que sus paseos cotidianos por dichas tierras dejan en su mirada y, de alguna manera, en su propio ADN; un trazado como bien decíamos marcado por la presencia de otro más de nuestros ríos leoneses que han dejado su impronta en el paisaje y también en la cultura de estas tierras, antaño regida por el poder monacal que imperaba en la comarca y hoy marcado por la que se expande por la misma a través de las fundaciones que las han elegido para quedarse y tratar de impedir que los pueblos mueran, o al menos mueran «a la cultura». Acercarse en verano (en el caso de la Fundación Merayo, situada al comienzo del camino) y en toda época del año (en el caso de la Fundación Cerezales, situada ya casi al final de la ruta que nos ha marcado Cristina Flantains) a cualquiera de las actividades (exposiciones, conciertos, recitales, talleres, conferencias,...) que las mismas promueven es una disculpa para acercarse a conocer sus paisajes, a buscar en los mismos la huella del pasado dejada en los restos de edificios emblemáticos que un día tuvieron su importancia, a llenarnos del rumor del agua, a observar como «pastan» las cigüeñas junto al ganado bovino en sus praderas, el color cambiante de sus bosques al avanzar las estaciones, o a buscar ese lugar en el que degustar una merienda, mientras le damos un respiro al acelerado ritmo de la vida urbana.
Y eso es precisamente lo que hizo que un buen día nuestra protagonista le diera un giro a su vida, decidiendo invertir el proceso; y, hoy, en vez de realizar escapadas de fin de semana para buscar un tiempo de calma y de sosiego, se escapa a diario a la ciudad a cumplir con sus obligaciones laborales, para volver cada día al lugar que la vio nacer buscando el verdadero sentido de su vida y gozar a diario de los placeres que antes solo disfrutaba de tanto en tanto.
Reposada quietud de una escritora
Tal vez, consecuencia de ese retiro en tierras del Condado, surjan de ella versos como los siguientes: «…Indago en el transcurrir manso/de los acontecimientos y en ese constante presentimiento/ que traen los días grises como este…». Cristina Flantains (Cristina Fernández Castro. León, 1965) escribe de manera pausada, asentando cada uno de los pasos en los que vive y siente la literatura en el tiempo disfrutado en la calma que marcan estas tierras, rodeándose de lecturas sin las que no entiende su vida ni su obra, mientras afianza esta última poco a poco, sin prisa, dejando madurar sus trabajos en el cajón en el que duermen los sueños al igual que madura el fruto en el árbol que le da vida. Porque esta es la única forma de que de verdad una obra respire y crezca, como antes lo hicieron las de tantas grandes plumas por las que siente verdadera admiración y entre las que encuentran un hueco especial algunas grandes escritoras de la literatura universal como las hermanas Brontë, Doris Lessing, Jane Austen, Alejandra Pizarnik, Colette, Dujna Barnes e incluso María Zambrano (estas tres últimas sobre las que incluso ha publicado algún artículo en revistas literarias), y de quienes disfruta no solo la fuerza de su literatura sino la fuerza con la que se han mostrado ante la vida, algunas de ellas en momentos históricos muy difíciles para la mujer (incluso en el de la escritura).
A estas alturas, y a pesar de la calma con que se toma sus caminos de creación, Cristina Flantains tiene en su haber dos poemarios publicados ( ‘Phi, Piediciones’, 2016; y ‘La quilma del sembrador’, Eolas Ediciones, 2019) así como toda una serie importante de relatos y otras colaboraciones que han ido viendo la luz a través de prestigiosas publicaciones (incluida una etapa como colaboradora en MasticadoresFEM con una serie de relatos protagonizados por mujeres) y de diferentes e interesantes premios de los que ha resultado merecedora; una obra muy variada en temas y estilos que va creciendo lenta pero irrefrenable. C. Flantains no entiende la propia escritura sin esa multiplicidad de lecturas que todo buen escritor suele llevar como bagaje personal, ese que te permite ir adquiriendo un poso propio de conocimiento, de vocabulario, de pensamiento, y avanza por ellas sin miedo a las contaminaciones, a los contagios que, a su entender, se evitan precisamente bebiendo de muchas y muy diferentes fuentes –mejor si son de contrastada calidad–, evitando pararse y sí dejándose llevar por algo tan imprescindible como la curiosidad, la curiosidad por descubrir, por aprender, de todo y de todos, aunque siempre desde un profundo respeto hacia lo que hacen los demás. Y en esa curiosidad está también la naturaleza, ese algo que desde ella trasciende envolviéndolo todo con un lenguaje universal, un lenguaje basado en colores, en aromas, en las sensaciones que cada cual traduce -a su manera- a un lenguaje personal y propio que en muchos casos le hace crecer como creador y en otros simplemente como persona. En cualquier caso, crecer siempre, y rescatando precisamente ese lenguaje infinito, ese lenguaje que discurre en el rumor del agua cantarina que nos habla de vida pero también de muerte, que nos habla de ausencia y de presencia, de puertas que se nos abren a través de nuestros sentidos, de memoria que nos atrapa para siempre, hoy nos deja esta invitación a dejarnos transcurrir por un paisaje que cambia con cada estación, con cada día, incluso en las diferentes horas del mismo; cambia como cambian los relatos o los poemas según el momento en el que nos encontremos al afrontar su lectura. Así que les dejo con ella y les sugiero que se dejen atrapar por esos lugares que hoy sus palabras nos insinuan.
El rumor del agua
«Castrillo, Castro, Cerezales, Moral, Represa, San Cipriano, Santa María, San Vicente, Secos, Vegas, Villafruela, Villamayor, Villanueva, todos ellos del Condado.
Hay siempre un jaleo de rumores en esta zona. Lo nota el caminante avezado mientras apura los senderos por los bosquecillos de robledales y encinas que salpican el lugar río arriba o un poco más metidos en la colina. No se sabe si el acontecimiento del murmullo sucede de la mano del rescoldo de la historia que se fue dictando aquí desde los celtas en las comunidades más vetustas: Castro y Santa María hasta la fecha, o es por motivos culturales como onda expansiva que se produce tras una explosión de matices desde la Fundación Merayo situada en Santibáñez del Porma y desde la Fundación Antonino y Cinia situada en el pueblo de Cerezales. Ambas Fundaciones dotadas de una generosidad encomiable, reparten a diestro y siniestro sus acontecimientos culturales a lo largo de todo el año, en una cruzada sin par contra la monotonía, la ignorancia, el absurdo.
O no sabemos si ese murmullo viene de la mano del río y su verdor de chopera fresca y su azul de cielo claro y su blanco de nube en las madrugadas frías de agosto, cuando se eleva sobre sí mismo experimentando otros estados vitales… Vivir de la mano del río, acallar la mente en sus veredas, en sus puentes, buscando el consuelo de un alma gemela, la del río: ‘nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar’. El río Porma transcurre alegre, saltarín, veloz, entrañando todo lo que recoge de los pueblos de la Montaña Oriental Leonesa, las voces de esas otras gentes y las huellas de sus miradas escudriñando las señales en busca de algún habitante de las aguas, y hermanándolas con las nuestras que a su vez se fundirán con las de los de más abajo en una algarabía capital, natural, neutral y ya casi eterna.
Hay veces, sobre todo en invierno, cuando subo hasta el monte de Castro y me paro en la parte más alta del mismo cerrando los ojos para que nada interfiera en los otros sentidos, en cuanto a este murmullo se refiere, y me entretengo descifrando las señales: - Este chasquido es de una trucha que acaba de saltar debajo del puente de Vegas (me digo), este siseo cantarín debe de ser de aquella cancioncilla que siempre traían entre los dientes las gentes que venían del mercado de León tras vender la lana de sus ovejas o lo que fuera, allá por 1940 (me digo), este otro sigue a colación de aquellos versos ‘que allegados, son iguales / los que viven por sus manos / que los ricos’ ( sonrío), este otro es un trino que se le acaba de escapar al jilguero que habita más allá del linde de la razón (me río)…»