La Joven Compañía del Conde Gatón, la facción que representa el relevo de la agrupación teatral señera en la comarca berciana, se presentaba en el Teatro Bergidum con una obra protagonizada por la profesora de Literatura, Rocío Aller.‘Y así es…’ encendía la luz de esa sección nacida el año pasado, casi por casualidad y por un por qué no justificado en que se echaba a andar el niño que Conde Gatón estaba criando. Eran los alumnos del taller de teatro que lleva realizando tres años, nueve, desde los 16 años en adelante y con ganas de conquistar los escenarios y hablar en ellos. La coincidencia de dos obras el mismo día hizo que Conde Gatón pidiera a los más jóvenes cubrir una de ellas «y nos dimos cuenta de que eran totalmente autónomos», explica uno de los integrantes de la compañía, José Luis Cavero. «Dejaron de ser los novatos» y se convirtieron en una nueva sección que ahora despega a lo grande. Lo hizo el pasado jueves con Rocío Aller en el Teatro Bergidum y un texto duro, enmarcado en el teatro social que quiere mover ficha en un contexto difícil.
El eco de los gritos en silencio
Los silencios se escuchaban a voces entre la respiración entrecortada del público que se rendía a los pies de los tres personajes construidos por la profesora y actriz de la Joven Compañía de Conde Gatón, Rocío Aller. Darío Fó le había puesto batuta a unos textos que la conmovían hasta la lágrima, hasta el punto de asegurar que no podía ensayar la obra por las noches para esquivar el insomnio. Y, es que, Rocío Aller se convertía en tres mujeres sin nombre que vivía desde dentro. Todas con un denominador común, el sometimiento, y todas con un final distinto. Con un escenario de cuatro elementos como mucho y enfocándose en el público, Rocío conquistó el teatro en su el estreno de ‘Y así es…’, una obra reivindicativa que quería también devolver a la sociedad lo que esta le ha dado a la compañía en sus casi 60 años de vida. Por eso, la recaudación de la taquilla se dedicó íntegramente a la Casa de Acogida de mujeres maltratatas Virgen de Fátima de Fabero.
La hermana Marie Paul y Manuela, a la sazón directora del centro y una de las mujeres de acogida, quisieron abrir el escenario relatando esa realidad que supera, con mucho, cualquier monólogo y que se esconde entre bambalinas, siempre a cubierto, para que la sociedad amortigüe esa sensación incómoda de no poder liberarse de un problema insoportable que siega vidas cada día. Y las lágrimas de Aller conseguían trasmitirlo en su tercer papel, el de una mujer víctima de una violación en grupo que, desgarrada, se mostraba enlutada y sola frente al público, dentro de un haz de luz, definiendo la ignominia de la barbarie. Una tragedia a nivel máximo que utilizaba, de forma atronadora, el callar como arma. Antes, dos mujeres más habían subido a escena en esta obra con el protagonismo único de Aller. La primera, un ama de casa resalada, que, para romper ese silencio dramático, iniciaba su historia con la música de Rocío Jurado «la más grande», decía, recorriendo todas las estancias de su casa. Así enmudecía una vida sin milagros, destrozada a cada frase del relato. Un marido controlador que la encerraba en casa y que la amenazaba, tras una historia de infidelidad, la única que le había dado un soplo de vida a la mujer en bata, madre de dos hijos sin nido ya, y con un cuñado de manos largas en casa.
El envoltorio cómico de situaciones extremas enganchó a un público entregado por completo a escuchar esa rendición de la que confesaba estar cómoda con la tragedia. «Qué más puedo pedir. Yo soy solo una mujer», decía. De una mujer que se negó al amor para seguir la línea social marcada de una boda feliz por condición, Aller pasaba a otra, dentro de un manicomio. Un relato cruento, rabioso, de una mujer que relataba su tragedia como prostituta, con un tic nervioso. «Soy solo una puta, a quién le voy a importar», destacaba en un monólogo intenso en el que contaba a su psiquiatra una historia de violación y venganza inservible. Una salida que vislumbraba y que no llegó «la venganza no sirve, solo son gestos políticos», repetía el personaje, clamando por un movimiento que desencadenara otro y, así, dar pasos hacia el fin del poder que, a veces, como en el caso de la enloquecida mujer, comienza en el trabajo «me han matado muchísimo en la fábrica», decía, antes de narrar una venganza que acabó con unas oficinas quemadas de un rico empresario como «gesto político».
«No me muevo, no grito, no tengo voz». Así empezaba el tercer monólogo de ‘Y así es...’, el más dramático, contado por una mujer inmóvil, casi muerta, o del todo. Los restos de una violación terrible, con una atmósfera masticable. Aller habla de animales que escupen el cerebro y «me dejo caer al suelo», dice, rendida, como víctima. El final, una vuelta a la realidad de la mujer maltratada que, arrastras, decide volver a casa y después decidir denunciar. Aller resolvió su estreno con un aplauso largo, emotivo, y un público en pie que tal vez quería hacer con él otro «gesto político».