El silencio del wolframio abandonado

Las fotos de Olga Orallo nos llevan desde la grandiosidad del paisaje en el que comienzan a perderse estos restos hasta el eco de quienes transitaron entre las calles del poblado, trajinando por las diferentes partes de este complejo minero

Mercedes G. Rojo
13/08/2024
 Actualizado a 13/08/2024
Vista del estado ruinoso de las antiguas minas de wolframio. | OLGA ORALLO
Vista del estado ruinoso de las antiguas minas de wolframio. | OLGA ORALLO

En medio de un paisaje espectacular, como lo son tantas partes de la comarca berciana de nuestra impresionante provincia, y muy próximo a la localidad de Corullón, a cuyo municipio pertenecen, se encuentran los parajes en los que en su día se desarrolló una parte importante de la postguerra española, el episodio conocido como «la guerra del wolframio», que trastocó la realidad de una comarca muy azotada por la guerra y sus consecuencias, especialmente en lo que a la persecución de sus habitantes se refiere.


Hasta ahora unas antiguas caldas o balneario y un monasterio han centrado nuestro objetivo, tanto fotográfico como literario, que pone el centro de atención en esta ocasión en un complejo minero muy específico y poco habitual en el pasado minero de nuestras tierras, muy ligado a una parte muy concreta de la historia y sin embargo, aún a pesar de ello, bastante desconocido por el público en general. Y sí, nos adentramos en este nuevo recorrido en algunos olvidados parajes de los montes bercianos, para seguir recordando a través de ellos las huellas de una guerra que se llevaba a cabo lejos de nuestras fronteras pero que trascendió hasta estos lugares, aunque –insisto- hoy no son muchos los que recuerdan tales circunstancias. Hablo de la 2ª Guerra Mundial, un conflicto respecto al que España, recién salida de una dura guerra «incivil»,  aparentemente se había manifestado neutral. Quizá sin dicha guerra y sin el verdadero posicionamiento de quien se había convertido en el dictador de España (situación que mantuvo por casi cuarenta años), ni estos montes hubieran sido horadados en busca de un mineral que a pocos más que a los alemanes servía ni su explotación hubiera alterado las vidas de quienes a la misma estuvieron sujetos. Y tal como en el título del artículo se refiere, vamos a hablar de las minas bercianas de wolframio. 


Apenas a unos kilómetros de Villafranca del Bierzo, uno de los hitos más importantes del Camino de Santiago en tierras leonesas, ya casi a punto de internarnos en Galicia, se encuentra Corullón, un municipio conformado por varios pueblecitos al que yo llegué por primera vez a través del reclamo de su arquitectura, entre la que destaca su castillo y un par de joyas románicas constituidas por las iglesias de San Esteban y San Miguel de Corullón, ambas declaradas monumento nacional. Estoy hablando de finales de la década de los setenta, comienzos de los ochenta. Por aquel entonces, nadie hablaba de que a pocos kilómetros de aquellas joyas, a los pies de la Peña del Seo, en la pedanía del pueblo de Cadafresnas,  existía lo que de alguna forma se podía considerar también un monumento, pero en este caso un monumento a la memoria de una época que muy pocos estaban interesados en mantener viva: era la existencia del poblado minero de Peña del Seo, que presidía la zona de extracción del wolframio durante la época antes mencionada.

 

Imagen entrada mina wolframio
Entrada de la mina de wolframio. | OLGA ORALLO

Hoy, Corullón, une a sus atractivos arquitectónicos sus atractivos naturales pues se ha convertido durante el periodo de floración de los cerezos, un cultivo muy característico en la zona, en un destino que tiende a rivalizar con el valle del Jerte, para mostrarnos uno de los espectáculos más bellos que la naturaleza puede ofrecernos. Y cuando llegamos aquí, ¿quién va a sospechar de lo que algunos kilómetros más allá nos ocultan estos montes? Pues esa otra realidad es la que hoy vamos a visitar guiados una vez más por las fotografías de Olga Orallo, una realidad que también nos muestra su belleza, en medio de un paisaje en el que domina el monte, con sus colores cambiantes según la época, con su sobriedad, comiéndose –entre la vegetación cada vez más indomeñable de la zona– las huellas de una época que combinaron una dureza extrema para quienes tuvieron que explotarla con la época de esplendor que también trajo durante algunos años a la zona, convirtiendo a Ponferrada, capital de la comarca, en una especie de El Dorado berciano; en realidad un espejismo que, como todos los espejismos, duró apenas un instante en su realidad económica y social, con sus cosas buenas y también (y muchas) con las malas; un esplendor económico que lo fue sin duda para quienes comerciaban con tan preciado mineral para la época, no tanto para quienes se veían obligados a extraerlo de la tierra, pues muchos de ellos lo hicieron como presos políticos.


Las fotos de Olga Orallo nos llevan desde la grandiosidad del paisaje en el que comienzan a perderse estos restos hasta el eco de quienes transitaron entre las calles del poblado, trajinando por las diferentes partes de este complejo minero del que solo podemos llegar a sospechar lo que en verdad fue si acudimos a las páginas de la magnífica novela que en 1984 nos regaló Raúl Guerra Garrido: ‘El año del wolframio’, con la que resultaría finalista del Premio Planeta de dicho año. Procedente de la zona, en la que había pasado largas temporadas de niño, conocedor de parte de su historia y bien documentado al respecto, sabía de lo que hablaba. En ella se narran exquisitamente algunas de aquellas circunstancias y se pueden reconocer fácilmente nombres y lugares de aquella época, por parte de aquellos que de alguna forma la conocieron y vivieron. Por eso, y ya que estamos en verano, tiempo más que indicado para sacar tiempo para lecturas pendientes, les invito a leerla (o a releerla, según el caso) al tiempo que podemos permitirnos buscar el rastro de los lugares de los que nos habla mientras descubrimos un Bierzo tal vez más desconocido para nosotros. 

 

Imagen museo mina
Museo en el interior de la mina. | OLGA ORALLO

Pero volvamos al terreno dejado. Entre la grandiosidad del paisaje, acompañados solamente por el sonido del viento, por el silencio de la soledad, asoman aún algunos rastros de lo que fue uno de los complejos mineros más importantes de la zona: restos del primitivo poblado minero, con su calles abandonadas y los edificios caídos, las ruinas del espacio que servía para oficina y laboratorio, e incluso el «lavadero viejo», que entró en servicio en el año 1952, situado en la parte más baja de la explotación minera con la misión «de recibir el material en bruto de la mina mediante un sistema de sustentación aérea conocido como ‘vaivén’, tras el que venían los procesos de trituración que permitían la selección a mano de la mena metalífera (tarea que realizaban un grupo de 14 a 16 mujeres) antes de proceder a la molienda y otras tareas de separación y selección», y tal vez algunas de las doce bocaminas de las cuales la mayoría de ellas han desaparecido, seguramente fruto del derrumbe del terreno y de la invasión de escobas y piornos que comienzan a invadirlo todo.


Caminando por esas pistas desiertas que hoy siguen horadando el paisaje seguramente podamos permitirnos reflexionar sobre la capacidad  que la intervención humana tiene para transformar el paisaje, para construir una nueva realidad cuyo posterior y temprano abandono derivaría en un nuevo cambio que aún hoy sigue en proceso, y que no podemos olvidar porque fue parte importante de la historia de una comarca, una historia que muy pocos conocen hoy y sin la cual –para bien o para mal– el Bierzo no hubiera sido el mismo. Quizá por eso el proyecto actual de recuperar parte de esa historia en una zona museística que la traiga a nuestra memoria para no permitirnos olvidar, como se ha hecho en el poblado francés de Oradour (muy ligado también a esa etapa de la 2ª Guerra Mundial), aunque los objetivos no vayan exactamente en la misma línea; un proyecto en el que se pretende recuperar para los visitantes parte de una casa, de una mina, e incluso transformar el paisaje con la plantación de más de dos mil robles.  De momento, hace algunos meses, cuando se tomaron las fotografías que forman parte de este reportaje, ya había alguna máquina trabajando por esas calles desiertas que las instantáneas de Olga nos muestran. Tal vez la próxima vez que podamos visitarlo poco quede también de unas ruinas que nos hablan de un proceso de abandono que fue consecuencia de la transformación del momento.


En cualquier caso, y de momento, nuestra intención ha sido que nos acompañaran una vez más por la memoria de estas ruinas que el ojo fotográfico de O. Orallo nos ha descubierto para seguir recordándonos, una vez más, que toda ruina tiene su historia y que en ella descansa muchas veces nuestro pasado.  Y si hemos conseguido despertarles la curiosidad sobre este episodio de nuestro aún reciente pasado, insisto en invitarles a conocer más de la misma a través de la mencionada novela de Raúl Guerra, de los estudios que poco a poco van apareciendo sobre la zona, además de acercarse a visitar un territorio que parece estar despertando, por fin, el interés de las instituciones para convertirla en ejemplo vivo de una memoria histórica que nos pertenece a todos.


Les esperamos en una nueva entrega.

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