El sinsentido del amor

José Ignacio García comenta la novela de Albert R. Torices 'Desposesión'

01/06/2024
 Actualizado a 01/06/2024
El autor Alberto R. Torices. | EDICIONES TREA
El autor Alberto R. Torices. | EDICIONES TREA

‘Desposesión’
Alberto R. Torices

Ediciones Trea
Novela
176 páginas

15,00 euros

Estoy casi convencido de que el amor es una especie de fenómeno paranormal. Es cierto que muchas veces es correspondido, y entonces principalmente tiene de extraordinario el efecto feliz que provoca en quienes lo comparten. Que no es poco. Al menos para ellos, y quizás para los familiares o amigos colindantes que se alegran de tener una pareja dichosa –o varías– en su entorno. Pero conozco muchos más casos en los que el amor unilateral causa desencanto, desilusión, tristeza, soledad, amargura e incluso empuja a veces a cometer acciones inexplicables a quienes sueñan por amor, sufren por amor o dicen o cantan estar dispuestos a morir de amor.


Ahí radica la irracionalidad del amor, ese sentimiento que no se puede justificar ni analizar con parámetros lógicos, sino con los impulsos que emanan del corazón y que nublan la voluntad del cerebro. Incluso de un cerebro maduro y bien amueblado que se deja arrastrar por los encantos, tampoco despampanantes, de una joven a la que el destino no ha tratado con demasiada benevolencia.


De eso va, en cierto modo, ‘Desposesión’, la nueva novela de Alberto R. Torices, cocida como sus últimas hornadas novelísticas o narrativas en el sello asturiano Trea. De una relación platónica entre Elio y Anabel, de un idilio idealizado por el hombre y material por parte de la muchacha. Bien se cumple aquí ese dicho de que los hombres cabalgan sobre las nubes mientras que las mujeres se aferran al suelo.


Me causaba curiosidad saber con qué nos iba a sorprender Alberto tras la monumental ‘Como un perro en la tumba de un cruzado’. Desconozco además si la magnitud de su novela anterior le produjo alguna presión añadida, algún bloqueo creativo surgido de la responsabilidad a la hora de escribir esta. Conozco demasiados autores que tras entregar a los lectores su obra de mayor envergadura vacilan o tiemblan antes de plantearse un nuevo reto. Sin embargo, conociendo el carácter de Torices, sospecho que no sea el caso, que se haya dejado llevar por el tirón de un nuevo argumento, seducido por las atmósferas mágicas en que su imaginación, su lenguaje y su conocimiento de la sensibilidad humana convierten lo cotidiano, lo habitual, lo sencillo, en un acontecimiento extraordinario.


Porque extraordinario es que un anodino funcionario público casi cincuentón se enamore de la hijastra sudamericana y casi adolescente de su hermano, fallecido en un accidente de tráfico junto a su mujer, la madre de Anabel. Pero mucho más extraordinario resulta que su pasión, que mucho tiene de espejismo, le lleve a adoptar comportamientos absolutamente inverosímiles. A travestirse en una suerte de experto en practicar la nipona técnica del kintsugi, para tratar de recomponer una muñeca de porcelana agrietada por los avatares de sus decisiones equivocadas. 


Hace años conocí a un hombre –mejor sería precisar que entonces ambos estábamos en edad de cumplir el servicio militar– que se encaprichó perdidamente de una chica de nuestro entorno. Una chavala no demasiado atractiva –ni siquiera era simpática– que sólo le hacía caso cuando no tenía un plan mejor, aventando así las esperanzas de aquel pobre ingenuo que soñaba un mañana con ella, un hogar común, unos hijos que llevaran sus apellidos. Pero los que veíamos la situación de una manera más o menos externa y objetiva sabíamos que eso no podía ser, que ella bebía las aguas por un truhan que antes o después estaba condenado a convertirse en carne de trena. Aun así, ella sentía una extraña fascinación por aquel canalla, un rufián que la dejó embarazada y que no quiso saber nada de ella ni de la criatura que estaba en camino. Sólo mi antiguo colega de pandilla se mostró dispuesto a acoger a aquel niño como suyo, a darle su apellido, aun a sabiendas de que un sentimiento extraño se apoderaría de él cuando lo viera crecer como el fruto de un amor casi clandestino y ajeno.

 

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Portada de la novela de Alberto R. Torices. | EDICIONES TREA

Aquello no acabó bien. La embarazada pretendida se negó a legalizar su situación y yo perdí la relación con ambos cuando él fue desterrado a África, vestido de caqui, y yo me libré por partida doble –por inútil y por excedente de cupo– de regalarle un par de años a la Patria.


Algo así ocurre en ‘Desposesión’, con la diferencia de que Elio podría ser perfectamente el padre de Anabel y de que ella no da su brazo a torcer en la relación que echa al traste las ilusiones de ese hombre entregado que, según el momento, ejerce de enamorado, de padre, de tío, de asistente social, de chófer, de cheque en blanco e incluso de espíritu santo.


Nada tiene que ver este incauto bonachón con el diabólico Dáimôn de su novela anterior. Si acaso, se parece más al jovenzuelo veraneante que protagonizaba ‘Sacrificio’, y como él recibe los bofetones que propina la cruel realidad contra la que ni siquiera los argumentos literarios pueden luchar. Y más si quien sigue empachado de amor es capaz de aceptar todas las plagas que se le vengan encima con una complacencia propia de los seguidores de la doctrina estoica.


Crear una novela de la entidad de ‘Como un perro en la tumba de un cruzado’ no está al alcance de cualquiera. Escribir ‘Desposesión’, tampoco. Alberto R. Torices vuelve a bucear en los fondos abisales de la naturaleza humana, de su mentalidad y sus comportamientos, y utiliza como bombona de oxígeno y escafandra ese lenguaje denso que en sus manos adquiere una cualidad de precisión calculada, de descripción impecable, de detalle pulido al extremo.


Una de las últimas veces que charlé con Alberto en la plaza de las Palomas, compartiendo unas cervezas y con Avelino Fierro de testigo, me confesó que él huía de localizaciones y de etiquetas. Y tenía razón, Alberto R. Torices no es un gran narrador circunscrito al ámbito leonés. Aunque siga viviendo en un pueblo de cuyo nombre no me voy a acordar, a golpe de una obra cada vez más compacta, convincente y seductora se ha convertido en uno de los grandes nombres de la literatura contemporánea. Por más que algunas de sus historias broten de ese sinsentido derrotista que con frecuencia es el amor.
 

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