Una armónica suelta sus notas en plena plaza de Santo Domingo. Los trabajadores del complejo bajan en busca del autor de la melodía que se cuela por las rendijas de las oficinas. Bajan también a estirar las piernas. O a fumar el cigarro que avisa de que la mitad de la jornada ya está resuelta; que sólo queda un rato para la vuelta a casa. Y, al bajar, se encuentran a un hombre que hace sonar la armónica con el ritmo airoso de un director de orquesta. Un hombre que viste camiseta roja y una gorra que le refugia del sol y parece aislarle de todo el ruido que le rodea mientras fluye con sus armonías. Un hombre que sorprende al oyente ocupando su boca, a veces, con el pequeño instrumento y, otras, dejando salir algún tono de su voz cantarina. Una rasgada que suena tan depurada como para confundirla, en un principio, con el sonido de una grabación.
– Esto está muy bien – un señor se acerca al puesto de mando de Mario de la Peña Simón, ansioso por dar su aprobación a las notas de este y coincidiendo con el final de la canción. – Solo te hace falta un promotor y... ¡Vamos!
Mario le mira sonriente, sin prestar demasiada atención, pero esforzándose en su gesto de agradecimiento. El señor continúa plantado justo frente a él y Mario aprovecha para fumar un purito mientras escucha las palabras del desconocido, que ofrece sus servicios tambaleando entre la broma y la posibilidad de hacerse con un negocio fructífero. Pero a Mario no le interesa demasiado, ya tiene claros sus planes para este día: un café y a seguir tocando hasta la hora de comer.
El café: un americano largo, descafeinado y con sacarina.
– Descafeinado – repite temeroso de las represalias por sus dolencias en materia de tensión.
Le falta poco para cumplir los setenta y su vida es una de esas que se escriben sin demasiados adornos. De esas que hacen del dueño de la pluma un mero oyente. Un retratista literario que trabaja en calidad de transcriptor de las palabras que salen -a veces, con dificultad- de la boca de Mario.
– Yo tengo ictus – suelta y su expresión se traduce en una socarrona, como burlándose de su propia aflicción. – ¡Cuidado! Tengo ictus – sonríe.
De eso han pasado ya más de quince años. Aun así, recuerda aquellos días alejado de la música como si hubiesen sido cosa de la semana anterior. La placa que lleva colgando a modo de collar le facilita la tarea.
– No sabía ni decir mi nombre – relata y se enorgullece al confesar que apenas tardó un año en lograr pronunciarlo. – Mario de la Peña Simón, Mario de la Peña Simón, Mario de la Peña Simón – lo repite una y otra vez, como llevando a escena la que fue su vida durante un año.
Tuvo que ser una situación complicada, teniendo en cuenta que -según indica- Mario fue «intérprete del ministerio». Dice que conoce trece idiomas. Que los conoce y los habla. Por eso, intercala sus declaraciones con apuntes en árabe, portugués o ucraniano.
– En Ucrania, para brindar se dice ‘zdrov’ – y levanta su taza de café americano incitando al brindis, que suena algo así como ‘trof’. – Trof – y brinda.
También en inglés.
– Estuve dos años en Chicago con B. B. King – lo dice como si nada. – Era un chaval. Todos eran negros y yo, blanco. El de la batería era mejor que yo, pero se pinchaba heroína. Ensayé con ellos y me decían: «Vamos a ver, ¿tu qué eres?» – cambia al inglés. – Yo decía: «Soy gipsy, soy gitano, soy gitano» – e imita a aquel B. B. King de finales del siglo pasado: – «Oh, right, no problem».
Cuenta que, de la misma forma y en el mismo espacio, conoció a Eric Clapton.
– Entonces, en un concierto, vino Eric Clapton– explica. – Y yo también, con él.
Y así durante dos años en Chicago, donde subió al escenario junto al señor King en cinco ocasiones.
– De esto, ya son veinticinco años – suelta. – ¡Si hasta me compré un coche!
Desde entonces, su faceta musical recibe el pseudónimo de ‘Mario’s Blues’. Bajo ese nombre, lleva un disco a todas partes. Un CD que recoge doce versiones de aquellos artistas con los que dice haber trabajado y de alguno más. Doce; una versión menos del número de idiomas que dice conocer. Doce, como son doce las armónicas que guarda en un sofisticado maletín con el que acompaña su puesta en escena. Una integrada por micrófono, altavoz, butaca plegable y un carro de esos que llevan los mayores al supermercado. Sin olvidar el sonajero con forma de Mickey Mouse que sujeta un cartelillo en el que advierte parte de su extenso currículum; en el que indica, además, algunos de los instrumentos que domina.
– ¿Cuáles sabes tocar? – y su respuesta viene como disparada por un arma.
– Todos – y se arranca en una perorata sobre la dificultad de cada uno.
Habla del chelo, la guitarra, el violín, el piano... Hace gestos con las manos, tratando de mostrar su maestría con el arpa a base de mímica. De pronto, se comunica con lenguaje de signos y da los buenos días, antes de presentarse haciendo uso exclusivo de sus manos. La respuesta le sorprende; no se la espera en lengua de signos. La conversación torna en una a caballo entre el diálogo textual y la mímica.
– Me gusta estudiar – argumenta justificando su amplio abanico de idiomas. – Lo importante es que tengo que estudiar – dice más para sí que para el resto; – como un niño chiquitillo, igual.
Su fuerte carisma, su natural simpatía y otras hazañas, como la descripción de sus estudios en piano y violín en el conservatorio o el sonido de su armónica al acercarse al micrófono, dan la valentía para dedicarle unas palabras que parece que no le gusta escuchar.
– ¡Eres un artista!
– Yo no soy artista – es contundente; – soy normal – y resume su pulsión musical en una sentencia firme al tiempo que enseña los tatuajes de sus muñecas. – Sol y fa.
Son las claves que lleva tatuadas para no olvidarse de eso que le hace levantarse por las mañanas. Eso que le impide dejar de sonreír cuando toca en mitad de la calle, ya sea al calor extenuante del sol o con el frío gélido de los inviernos a la sombra. Lo mismo que le ha hecho viajar de un lado al otro del mundo, desde Calpe hasta Alicante y, después, a Chicago. Desde Chicago hasta Colombia y, de allí, a Brasil y a Rusia, Ucrania y tantos otros lugares.
– Estuve un año en Tenerife – comenta. – Las siete islas, lo he visto todo.
A León vino por primera vez hace cuarenta y cinco años. Desde entonces no había vuelto y, ahora que ameniza estas calles con los ritmos de su armónica, no tiene fecha prevista para abandonar la ciudad. Para regresar, quizás, a su casa en Brasil. Aunque Mario es de Toledo; de allí era su difunto padre. Su madre, Celestina, era de Navarra.
–O sea, que soy de Toledo, soy de Pamplona – señala; – me da igual.
Y es que, aunque natural de Toledo, nada tiene de toledano escuchar a De la Peña. Como nada tiene de corriente este músico callejero, que ya en el día de su nacimiento parecía que la vida le tenía preparado algún papel especial.
–¿Sabes dónde nací yo? – mira fijamente – En el metro. De Pamplona a Madrid, en el tren.
Su madre se puso de parto en pleno trayecto y Mario no tuvo otro paritorio que un viejo vagón que, hace sesenta y nueve años, chillaba sobre las vías de camino a Madrid. Buena carta de presentación al mundo para un hombre que no ha parado de viajar de un lado a otro al son de sus instrumentos y llevando por banda sonora su propia voz. Un pensionista que tiene por oficio el de deleitar con las melodías de una música que tiene por destino los oídos despistados de los transeúntes obcecados en llegar a su destino. Un oficio con el que apenas alcanza los diez euros diarios. Y eso que no son pocos los que realizan una parada en su trayecto para dedicarle breves elogios a Mario.
– Soy pobre, pero soy feliz – afirma en varias ocasiones, como si fuera ese su lema. – Soy pobre, pero soy feliz.
Es su última declaración. El punto final para un hombre que, más que hombre, podría ser cuento. O la historia de una novela; de esas que, en ocasiones, se presentan en forma de libro, posado en cualquier banco de cualquier travesía. O de esas que, en la misma travesía, se encuentran en forma de ser humano; materializadas en el cuerpo de un hombre como Mario de la Peña Simón. Historias que, como la suya, se hacen visibles en lugares inesperados. Ahí mismo, aquí abajo; a la vuelta de cualquier esquina.