Sueña el agua

Por Andrea Miranda Duque

24/08/2023
 Actualizado a 24/08/2023
Noelia y Maika García.
Noelia y Maika García.

Hacía muchísimo tiempo que no sabía nada de Rodrigo. Habíamos perdido el contacto poco a poco porque un día no llamas, al otro tampoco, y al final habían pasado más de diez años sin saber nada el uno del otro. Los paisanos caminaban trabajosamente, con esa calma que da el dolor de todo, por las cuestas asoleadas de mi pueblo, pero nosotros las subíamos y las bajábamos cada verano infatigables, inmunes al calor, a la sed y al escozor de las rodillas raspadas. 

Rodrigo era un amigo de la infancia: cuántos recuerdos de verano saltando por los pajares de las casas abandonadas del pueblo, haciendo un fuerte de un molino, o yendo a buscar la sombra del pórtico de la iglesia pedaleando yo en una BH azul de paseo y él en una Torrot roja. Cerca del Teleno el estío es siempre dorado y las noches estrelladas.

Antes cada año nos veíamos, al principio volvíamos al pueblo cuando nos daban vacaciones en el cole y nos quedábamos al menos un mes entero con nuestros abuelos. Después, mientras estudiábamos en la universidad los abuelos fueron envejeciendo sin darnos cuenta y, cuando íbamos conociendo otros amigos y cambiando de novia, aunque volvíamos a verlos, los mayores fueron faltando, y nos encontramos con que no había ya a quién visitar en aquel pequeñísmo pueblo de La Somoza. En algún momento decides volver, ya no por visitar a nadie, más que nada por recordar tu niñez y a aquél que fuiste alguna vez, y sucede que encuentras también que, ¿será coincidencia?, tu mejor amigo ha decidido hacer lo mismo. Pasas por delante de su casa, las contraventanas están abiertas y un coche con matrícula extranjera aparcado en la puerta.

Te sorprendes, con las manos en los bolsillos te paras delante y miras por la ventana desde el centro de la calle, intentando adivinar si se mueve alguien en su interior. No se aprecia nada, las casas antiguas son oscuras, así que sigues allí parado, preguntándote quién estará dentro si es que hay alguien ahora mismo.

De repente suena un crujido y un rechinar, hierro contra hierro de bisagras oxidadas, se abre la puerta de par en par y te encuentras con un rostro querido y envejecido, igual que el tuyo, con dos brazos que se extienden para abrazarte fuerte y una enorme sonrisa. Desde luego en esos ojos sigue viviendo aquel niño, brillan igual que hace cuarenta años, ¡Rodrigo!

Las palabras no salen, no hace falta, la alegría sí, y es que no hace falta apenas contar nada, solo importa que ha vuelto de nuevo el aire que movía las hojas de los castaños que viven junto a la iglesia en la que nos bautizaron, el olor de la Nivea con la que la abuela te embadurnaba la cara antes de salir en bici por la tarde, el del pan que hacía Casilda en la tahona hoy abandonada, calle abajo, y el sabor del polo de cola del bar que está también cerrado definitivamente.

– ¡Es increíble!¡Rodrigo!, ¿puede ser que pensarámos volver de nuevo los dos a la vez? – le digo a voces mientras le cojo la cara entre las manos.
– ¡Vaya que sí! ¿Estábamos conectados o no, tío? ¡Siempre te lo dije!

Y como si el tiempo no hubiera pasado, excepto porque ¡dónde estarían mi cochambrosa BH y aquella preciosa Torrot de Rodrigo que yo envidiaba no muy sanamente!, arrancamos el uno junto al otro caminando despacio, mirándonos a la cara de vez en cuando casi extrañados de no ver a aquel chaval al lado, contándonos dónde nos había ido llevando la vida.

Fuimos dando un buen paseo, mientras me explicaba que había acabado trabajando en Holanda y que echaba mucho de menos su casa del pueblo, a los abuelos, a la pandilla de sinvergüenzas que nos juntábamos allí a hacer maldades y también a mí. Lo de la conexión especial era cierto, éramos los amigos más amigos, siempre juntos, sobre todo desde la vez que habíamos visto a aquella mujer tan hermosa desnuda en el río.

Aquella tarde hacía tanto, tantísimo calor, que no habían dejado salir a nadie de casa, excepto a nosotros dos, y habíamos aprovechado para tumbarnos toda la tarde junto al agua. Las bicis tiradas en el suelo de cualquier manera entre los árboles y nosotros también, mirando el cielo entre las ramas, las manos bajo la cabeza, contándonos historias y chistes malos. Hubo un momento en el que nos quedamos callados, aire no había habido en todo el día, solo aquella especie de manta de calor que pesaba y cubría todo, no había ruido de hojas, pero de repente tampoco se oía a los pájaros. Nada. Solo el agua.

Nunca se lo contamos a nadie. Nunca lo hablamos entre nosotros, jamás. Yo ví de refilón algo que resplandecía en la orilla opuesta y levanté la cabeza sin incorporarme, e hizo lo mismo Rodrigo. 

Era una mujer blanquísima, estaba completamente desnuda y parecía que se estaba metiendo en el río. El agua le llegaba más arriba de las rodillas, y una melena del color de la miel del brezo caía por su espalda, sus puntas doradas rozando el espejo del Duerna. No parecía saber que estábamos allí, miraba al agua como si estuviera buscando algo en el fondo, sin que las piedras le hiciesen daño en los pies, llevaba en su mano derecha un pequeño peine de oro, y en la izquierda algo que parecía una luna de plata. Era una imagen tan extraña, tan irreal, ¡verdaderamente tan absurda!

Nosotros estábamos absortos, mirándola sin movernos, posiblemente hasta sin respirar, bloqueados y sin creernos lo que estábamos viendo porque ¿quién era?¿qué hacía allí? Parecía hablar o cantarle al agua, pero no oíamos nada, solo y exclusivamente el ruido monótono y cantarín del río, que sonaba como llevaba haciéndolo hacía miles de años.

No sé cuánto tiempo pasó, cuánto tiempo estuvo allí como si no existiera el resto del mundo, mirando el fondo bajo aquella lámina de vidrio calma, buscando, hasta que sonrió cuando creo que halló su tesoro perdido. En ese momento acercó su rostro al agua, tanto que parecía que la besaba, el pelo cayendo sobre su superficie, los brazos extendidos hacia atrás como si no quisiera que se mojaran los objetos que llevaba en sus manos. Una risa cristalina se mezcló con el sonido del río y a la vez, mágicamente, aquella preciosa joven se fundió con el discurrir de las frías aguas, como si fuera posible que un cuerpo desapareciera instantáneamente en ellas, que no cubrían más de tres palmos.

Esto rompió el hechizo, nos levantamos de un salto a ver dónde estaba aquella chica, no podía haberse hundido. No nos atrevimos ni a tocar el agua, nos parecía algo violento e irrespetuoso irrumpir en ella después de aquello que acabábamos de presenciar, algo que sin duda se nos había permitido ver por algún motivo desconocido, porque un espíritu de las aguas siempre se muestra a quien desea mostrarse.

A veces volvimos solos al atardecer, sin decir nada, sin saber por qué, aunque intuía que nunca la volveríamos a ver. Si el sol se colaba entre las hojas, haciendo brillar un canto de cuarzo blanco en el fondo del río, dudaba un momento si sería aquel peine de oro o aquella luna de plata, pero nunca lo eran. Y nunca volví a mojarme con las aguas del Duerna sin pararme un momento a pedir permiso interiormente para hacerlo.

Caminamos aparentemente sin rumbo, sin ponernos de acuerdo, pero allí acabamos de nuevo. Destellos de luz y la canción eterna de los siglos.

– ¿Sigues soñando con ella después de tantos años, Rodrigo?¿Sigues haciéndolo tal y como me sigue pasando a mí?
– Cada noche, amigo, cada noche.

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