En el interior de la galería de arte Ármaga, lugar donde nos conocimos, varias de sus obras parecían solicitar miradas cómplices y esperar a que unas prolongadas caricias sintieran su pulso artístico.
León, 19 de abril de 2024. 18:00 h.
«Alégrate, porque todo lugar es aquí y todo momento es ahora», le dije a modo de bienvenida. Y él me sonrió, tal vez, sin entenderme. Le tranquilicé explicándole que en 2016 esta ciudad, capital del viejo reino, inauguró la Ruta del Conocimiento, como símbolo del hermanamiento turístico y cultural con Japón, su país de nacimiento. Y añadí: «la frase que te acabo de decir, escrita también en tu idioma, se encuentra en el hito que da la bienvenida al Torii que levantaron en Puente Castro, entre el río Torío y la cercana zona comercial».
–¡Oh, sí! Un torii es una puerta tradicional que suele indicar la cercanía o marca el acceso a un santuario sintoísta en mi país. Al traducir los caracteres japoneses, Torii se puede definir como ‘Percha de pájaro’.
¡Qué curioso! Y qué curioso fue también –y se lo dije– que el día que me llamó para confirmar su visita a León para encontrarse conmigo, yo acababa de salir de la imprenta en la que editan una parte de mis trabajos y, justo allí, tras la valla del parque El Cid, muy cerca de ‘La mano de Antolín’ –escultura de Antolín Álvarez Chamorro–, me quedé unos minutos observando la explosión del color y la frondosa belleza que poseía el cerezo japonés que fue plantado junto a otro de los hitos de esta Ruta del Conocimiento, en el que, si no recuerdo mal, se puede leer: «Da, aunque no tengas más que un poco que dar».
Curiosidades budistas, en realidad, para encontrar la paz interior y que sirvieron para sentirnos más cómodos y cercanos –que ya lo estábamos–, rodeados aquel día por los cuadros y esculturas de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre.
Tadanori Yamaguchi nació en Osaka, Japón, en 1970, y se graduó en la Kyoto University of Art and Design. Su fascinación por el tallado la descubrió como ayudante del escultor Nakayama Hiroaki. «Un trabajo –me confesó– que yo hacía observando los silencios del maestro y aprendiendo, con ellos, su destreza. En Japón el sistema de enseñanza artístico es muy distinto al de Occidente. El maestro apenas ofrece lecciones; muestra su trabajo para que se le imite. Y yo lo hacía con enorme interés, incluyendo su permanente consejo: para descubrir y luchar en los largos periodos creativos hay que ser un lobo solitario».
Becado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, este artista llegó a España (1997) con el fin de trabajar en Oviedo como profesor investigador en la Escuela de Arte. Un año más tarde, recibió una nueva beca para trabajar en el Museo de Escultura de Candás; fue subvencionado por la Fundación Municipal de Cultura de Gijón, en 1999, y premiado, entre otros certámenes, en el Concurso de Ideas para la Autovía Minera, correspondiente a la Consejería de Cultura del Principado de Asturias, en 2003. En fin, que el amor, con el tiempo, le atrapó en sus redes, y aquí, como un español más, permanece. Vive y trabaja en Pravia (Asturias).
La obra de este artista, en León, se expuso por primera vez en el Centro Cultural de Caja España (2003). Todo un éxito que repitió en años sucesivos en otros lugares como: la galería Ármaga, el Auditorio Ciudad de León, el Monasterio de Sandoval o el Centro de Interpretación del Clima, de La Vid de Gordón.
Ahora bien, y por ello se merece un apartado destacable, Tadanori Yamaguchi estuvo varios meses en la provincia de León, trabajando en dos grandes obras públicas para la Fundación Cerezales Antonino y Cinia, de Cerezales del Condado: ‘La maternidad’ (una bellísima ampliación sobre una obra de Castorina) y ‘Murmullo del tiempo’ (una escultura propia, realizada en mármol de Carrara, que se integra en el paisaje y que, con la ayuda del agua, invita al espectador a la meditación sentado o tumbado sobre ella).
Por curiosidad le pregunté –y él me respondió– sobre Castorina («una persona muy cariñosa, poética, inteligente y que ofrecía una inmensa tranquilidad») y sobre el lugar en el que él habitó durante tan larga estancia en León («viví en Matadeón de los Oteros; en la casa de mi apreciado suegro»).
Las tres últimas palabras que salieron de su boca me tocaron el corazón por el tono de respeto con el que las pronunció. Le miré a los ojos y leí en ellos la palabra «sinceridad» escrita con una clara luz. La misma luz que, un segundo después, hallé en la escultura (negra) que descansaba a nuestro lado. Y con ella descubrí la filosofía ‘geidō’ en toda su intensidad. Un concepto japonés que significa ‘Camino del arte’. Una filosofía donde la mente y la perfección de las habilidades se unen para magnificar el resultado final: la obra que sale de las manos y del corazón del artista. ¡Uf…!
Cuando Tadanori Yamaguchi me explicó lo que había hecho en aquella pieza, entonces… Si digo la verdad –y la digo–, me tentaron, más que nunca, las ganas de acariciarla. Y lo hice, sabiendo que lo que estaba tocando era ‘el ritmo cardíaco del artista’, después de calcar en la piedra el gráfico de uno de los electrocardiogramas que a él mismo le hicieron, en un reconocimiento médico (sístole, diástole; sístole, diástole…, sístole…).
Impresionante el resultado de esta expresión artística que, utilizando la sabiduría japonesa del ‘geidō’ –repito–, requiere de un ceremonial previo (realizado con fotografías, gráficos, dibujos…) para conseguir con ello originales propuestas para ver y… tocar (ahora entiendo bien eso de «tocar»).
«Mi obra –me confesó el artista– es el resultado de la energía que siento cuando la estoy esculpiendo». Sin ir más lejos, en la serie que tituló ‘Dentro y fuera’, la energía abunda al sentir el paso del arroyo cercano a su estudio, al descubrir el lugar donde nació su hijo, al ‘escuchar’ la frecuencia de la voz o tras el paso de un fugaz relámpago. Todo lo que le rodea, en definitiva, le interesa; es importante para él porque, «dentro y fuera», encuentra motivos suficientes para plasmarlo sin límites y sin aristas en sus esferas.
–Una libélula entra y muere en mi taller. Pronto compruebo que un batallón de hormigas se acerca a ella. Y allí dejo que sea la propia naturaleza la que se manifieste. El resultado, al día siguiente, me sorprendió, ya que solo quedaban las alas del insecto volador. Una belleza efímera que yo, tras los dibujos correspondientes, quise trasladar a ese mármol perpetuo que también resulta ser un lienzo para lo intangible –así me lo contó y después me enseñó la fotografía de su escultura en uno de sus catálogos.
Espectacular.
Y el espectáculo artístico por la sierra del monte Amboto, en Mañaria (Vizcaya), lleva su firma. Allí, en el interior y a lo alto o en el abismo de una cantera abandonada, el viento, la luz del sol o de la luna, la lluvia o la nieve forman parte de la exposición ‘La huella del tiempo’. La complementan. Como testigo de los pasos está la ansiada soledad, y la música de ambiente la regala la naturaleza: los pájaros que vuelan y se detienen, los reptiles o los insectos que agitan con sus alas los susurros de la vida. Justo allí, Yamaguchi dejó esa impronta que nada tiene que ver con sus esferas. Sin embargo, continúa usando las matemáticas y la geometría como punto de partida para sorprendernos con su arte. Son estructuras poliédricas, irregulares, con caras de aluminio poligonales de varios lados que llevan por título ‘Prisma de luz’, ‘Masa’, ‘Torrente’ y ‘Magna’. Y, al explicármelo, Yamaguchi me seguía sorprendiendo con frases que yo recogía al vuelo: «Mi cuerpo y mi mente necesitan soledad porque, igual que miras y te maravillas de la naturaleza, te observas a ti mismo si te aíslas». «Solo descanso cuando estoy muy cansado». «Haciendo mío el consejo de mi maestro, ‘soy un lobo solitario’». Y, mirándome a los ojos, en un momento dado añadió: «Me toca luchar para devastar la piedra, usar el cincel, el mazo, la radial o la lija sin titubeos. Acertar con el golpe adecuado es avanzar para estar más cerca del final».
Al final –bien se sabe–, lo que queda del arte son los logros que con él se consiguen: las necesidades estéticas y el enriquecimiento psíquico, al que contribuyen, con el mismo empeño, el artista y el espectador. Una forma de expresar y de recibir, respectivamente, las emociones con total libertad. Tadanori Yamaguchi, en sus obras, regala oro a las miradas y ritmo sonoro a las yemas de los dedos si, por fin, se deciden a… tocarlas.