Sentado en una piedra, vigilaba desde la sombra del manzano, que le protegía de aquel sol de justicia, el ganado, las tres vacas – la Bardina, la Gallarda y la Jardinera – que a poco que se descuidara terminarían en la huerta de Mariano comiéndose las berzas. Al lado, Quini, su nieto, leía un tebeo. Aquel bribón, cuando no estaba leyendo, no dejaba de marear pidiendo que le contase alguna historia. Para historias estaba él últimamente. Todo iba a peor. Como mal menor, a su mujer se le había metido en la cabeza que necesitaban un frigorífico. Un frigorífico que sumar a la cocina de gas comprada hacía menos de un año y que aún estaban pagando, porque Patro se empeñó en que la cocina debía disponer de horno. Bueno, después de todo, en ese tiempo habían logrado ahorrar un poco de dinero, pero no era descartable que tuvieran que mandárselo a los padres de Quini que se habían quedado sin trabajo. Ya se habían hecho cargo del niño y ahora también tendrían que ayudarlos a ellos mientras encontraban algo. Lo que no iba a ser fácil tal como estaban de negras las cosas en la capital. Por si eso fuera poco, era más que probable que el trazado de la nueva carretera pasase por dos de sus mejores tierras, y ya se sabía las indemnizaciones que daban aquella maldita gente. Pero como las desgracias no vienen solas, hacía una temporada que en ocasiones su orina iba mezclada con sangre. No había dicho nada, esperando que fuera un achaque pasajero. Sin embargo, el problema persistía y él seguía orinando sangre. Al final tendría que decírselo a su mujer, armarse de valor e ir al médico. Quini había dejado el tebeo y le miraba absorto, mordisqueando una manzana caída del árbol, sin pestañear, con esa fijeza perturbadora de los niños. Le estudiaba como si no estuviera cansado de verle a todas horas. Sabía lo que iba a decir cuando saliera del trance, que le contara alguna historia, probablemente la de ‘La tapadera’, su preferida. La historia de lo que había ocurrido a Rosa y Antonio, dos vecinos que vivían en una de las primeras viviendas del pueblo, una noche de invierno, cuando Rosa creyó escuchar que en la cochinera de casa habían entrado los lobos. Su marido tuvo que dejar la cama para buscar ayuda y caminar medio desnudo sobre la nieve hasta la cantina donde explicó atropelladamente lo que ocurría en su casa. Luego resultó que los lobos solo eran ratas (unas ratas, eso sí, grandes como gazapos) y que los cerdos se asustaron y empezaron a gruñir porque se había caído la tapadera de entrada a la cochinera. La Bardina arrimaba ya el hocico a una de las berzas de Mariano, pero el abuelo tenía la cabeza en otra cosa, en el modo de encontrar para sus problemas una «tapadera» más fiable que la de Antonio. Aun así, revolvió el flequillo de su nieto; la señal acordada antes de empezar sus historias. Carraspeó: «Era una noche tan fría que Rosa había puesto nuevos cobertores a la cama y Antonio dormía aplastado por el peso de las mantas. En el silencio que envolvía todo, Rosa creyó escuchar el gruñido inquieto de los cerdos. Se incorporó en la cama y prestó atención…». Las palabras fluían acompasadas de los labios del abuelo a los oídos del nieto, mientras una deliciosa baba verde, de rica berza, escapaba del morro de la Bardina a la tierra reseca. Una urraca se había posado en el manzano y comenzó a graznar; el viejo volvió a revolver el flequillo del niño, tratando de conjurar aquel sonido siniestro. Quini, que creyó adivinar el motivo de la inquietud de su abuelo, arrojó el trozo que le quedaba de manzana a la urraca; esta, entonces, abandonó el árbol para posarse unos metros más allá, donde siguió voceando junto al otro manzano, como si quisiera continuar ella sola, a fuerza de graznidos, la historia inacabada de Rosa y Antonio.
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