El tercer ojo de Carafea

Por José Javier Carrasco

23/09/2023
 Actualizado a 23/09/2023
Una de las gárgolas de la ciudad de León. | PEIO GARCÍA (ICAL)
Una de las gárgolas de la ciudad de León. | PEIO GARCÍA (ICAL)

Sabandija recuerda a Carafea. Carafea sonreía ofreciendo su mejor perfil. Carafea tenía los ojos bonitos, verdes, gatunos, rasgados... bien trazados. Y los labios pequeños como un botón precioso y perfumado sobre un rostro un tanto serio. Sonreía cauta como si el botón de su boca estuviera medio descosido; sonreía de forma leve y cierta desconfianza teñía el fondo de las miradas insistentes que le dirigía desde que salieron de El Cafetín... Sabandija respondió a la sonrisa.

Carafea, feliz, enternecida, le correspondió con un parpadeo repetido, coqueto, burlón e inteligente. Sabandija rio mientras se desperezaba. Subieron la cuesta de Castañón por la que corría, hinchada por el viento, una bolsa de plástico blanca, deslizándose calle abajo como un pez raya. Frente al palacio de don Gutierre, Carafea levantó los ojos al cielo y dio un traspiés. Ante las estrellas suspendidas arriba de sus cabezas – nombró de corrido algunas –, como lejanas y brillantes cuentas de nácar, empezó a decir frases incoherentes, deshilvanadas, a dirigirle preguntas sin sentido, absurdas. 

Cerca del Parque de San Francisco, se cruzaron con una pareja de viejos. Él con la bufanda hasta los ojos y ella con la cabeza hundida en el cuello del abrigo. Avanzaban a pasitos cortos, hinchados, por la ropa de invierno, como la bolsa de plástico, arrastrándose como ella. Caminaban encogidos, solemnes. Sus rostros eran como dos caretas arrugadas, las de dos fieles comparsas del cortejo fantasmal del invierno. Carafea seguía mirando las estrellas extasiada. Tratando de adivinar si volvía a estar a su lado o su mente seguía en otro sitio, le preguntó «¿Qué ves?». Por su expresión concentrada adivinó que preparaba una respuesta digna. Al fin respondió: «Veo la sombra azul de Casiopea, la de la vanidosa reina. ¿La ves? Aquella que señala el último confín. No nos merecemos tanta belleza». 

Pensó que era la mujer más extraña que había conocido. No era frecuente que nadie descubriera sombras azules en un cielo nocturno que discurría ajeno sobre una ciudad casi desierta y en un sospechoso silencio. Carafea le miró y volvió a sonreír, y de pronto era como si se hubiese corrido un velo: el mundo aparecía ante sus ojos igual que un bebé desnudo recién nacido, como un paisaje rescatado de la niebla: nuevo, misterioso, hermoso e inexplicable, saliendo de la gran matriz perlada del mar. Belleza y misterio siempre intuidos que ella le brindaba con una expresión donde asomaba la duda de cómo terminaría la deriva que seguían. Si harían el amor o dormirían, al menos, juntos. La Catedral parecía orgullosa de su equilibrio, viéndolos pasar, inmóvil y cómplice, reflejados en las miradas solemnes y sabias de los ojos de las gárgolas. Hacia la calle Ancha se dirigía un taxi vacío.

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