Su abuelo no dejaba de repetir que allí había un tesoro enterrado. No concretaba si eran monedas o joyas lo que se ocultaba en aquel montículo en apariencia semejante a todos los otros que formaban el paraje conocido como «La Mola», pero sin duda algo muy valioso. Su abuelo no era un mentiroso. Según él, en aquel lugar, los árabes enterraron el tesoro. Clavó el pico y repitió la operación, poseído por una fiebre que daba a su mirada una expresión resuelta, casi fiera. Una tierra ocre, compacta, impedía que sus golpes fueran todo lo eficaces que deseaba. Se detuvo. Alrededor suyo, unos cuantos hoyos en los que no se veía otra cosa que terrones y piedras.
Manejaba con dificultad el pico –¿qué se podía esperar de un niño de solo doce años?– ; en dos ocasiones se le escapó de las manos y estuvo a punto de golpearle en una pierna. Reinició con ahínco su tarea. Empezó a sudar. Se detuvo de nuevo y miró hacia abajo, hacia el valle. El río discurría entre las tierras de labor a la sombra de los árboles alineados en sus orillas, ajeno a él y su búsqueda. Creyó distinguir a su amigo Mario pescando en la presa acompañado por Lar, el perro. Era mediodía. Todo parecía en paz, pero a la vez también se diría que en el aire flotaba algo parecido a una cierta espera, cuya causa se explicaría por su intento de dar con el tesoro.
Se levantó pronto, nervioso, volcó con impaciencia en el cuenco la leche y comió una magdalena. Salió al patio y cogió el pico. Se despidió de su madre explicándole por encima lo que se proponía. Ella le miró sin decir nada, resignada en su papel de madre de una criatura impredecible. No se encontró con nadie en las calles del pueblo, tan solo con el tío Rebollo, asomado a la puerta de su casa fumando el primer «caldo» del día. Le saludó llevando la mano libre a la visera y le preguntó adónde iba, tan de mañana, armado con aquel pico. No respondió, se limitó a sonreír y pasar de largo seguido por los ojos legañosos, suspicaces, del anciano. Al llegar a los límites de «La Mola» respiró hondo el aroma de las matas de tomillo que envolvía todo y subió la colina donde ahora se encontraba. El pico se hundió de nuevo en la tierra. Había chocado con algo metálico. El corazón le dio un vuelco. Entre la tierra asomaba la esquina de un objeto rectangular, un prisma, quizá un cofre. Dejó a un lado el pico. Se arrodilló y empezó a apartar impaciente la tierra que rodeaba a aquel objeto. A puñados ansiosos la expulsaba a un lado, entusiasmado. Envuelta por una capa de oxido asomó lo que parecía una lata de aceite. Desdibujada se leía la leyenda «Aceite La Giralda». Sintió ganas de llorar. Se puso en pie. El niño que fue dio con rabia una patada en el montón de tierra, cogió el pico y arrancó de vuelta a casa, cabizbajo.