‘Un inglés en Cantabria’
Jesús Carazo
Valnera Literaria
Novela
136 páginas
18,00 euros
Ya he explicado otras veces que me exasperan los conferenciantes o los escritores, estudiosos o ensayistas que urden sus disertaciones o sus textos apoyándose en las frases memorables que otros dejaron escritas o pronunciadas con anterioridad. Por eso ni subrayo ni guardo esos fogonazos de genialidad y, a veces (como ahora, que me vendrían bien un par de ellos), lamento no ser más ‹‹conservador››. Eso sí, he buscado infructuosamente en las entrañas de san Google un par de citas de Borges y de Pereira, que leí alguna vez y que en esencia venían a decir que no hay ninguna historia fabulosa que no pueda ser contada en unas pocas páginas, y otra de no sé quién que afirmaba que una novela que se precie tiene que declararse en su primer párrafo, en su primera página a lo sumo.
Viene esta manifestación de mi cada vez más raquítica memoria a cuento de la última obra del escritor burgalés Jesús Carazo. Porque si él no lo ha dicho nunca (que seguro que sí), ya lo digo yo por él: no hacen falta más de ciento treinta páginas y un inicio intrigante para escribir una buena novela, despojada de paja. Y él lo ha demostrado con creces en sus últimos libros que he leído, ‘Los amores efímeros’, ‘La tentación’ y ‘Tiempo luminoso’, publicados todos ellos por el exquisito sello cántabro Valnera. A ellos se suma el título que hoy nos ocupa, ‘Un inglés en Cantabria’.
Quizás sea una serendipia, pero estaba pasando un suspiro de mi vida en Suances cuando llegó la novela a mis manos. Y me chocó mucho que discurriera allí, a orillas de aquellas playas lamidas por los últimos estertores del mar Cantábrico, junto al muelle y sus chiringuitos, una trama protagonizada por un muchacho segoviano de veintitrés años que, recién acabada la carrera universitaria, no sabe qué hacer con su vida –y que (no sé por qué) me recuerda mucho al Benjamin Braddock de la novela ‘El graduado’, que inmortalizó en el celuloide un núbil Dustin Hoffman– y un escritor inglés casi octogenario, que vive escondido en una urbanización, ajeno a la fama que le proporcionaron muchos años atrás una serie de novelas juveniles de las que el indeciso segoviano es devoto admirador.
Con la excusa de hacerle una entrevista a míster Rush, el joven castellano realiza una labor casi detectivesca de búsqueda, que (obviamente) da sus frutos, porque si no la novela se hubiera ido al garete, irresoluta en su propio embrión. Una tarea de investigación que, además, tiene que ser fulgurante para que a Carazo le dé tiempo a contar todo lo que tiene que contar en ciento treinta páginas trepidantes, narradas en primera persona por el joven metido a aprendiz de interrogador (con la mayoría de las preguntas, por cierto, ideadas por su progenitor). Porque (abundaré en la carencia de paja) a la novela no le sobra un adjetivo impreciso, un oropel ostentoso y vacuo, una perífrasis accidental o una comparación de cartón piedra.
Es chispeante el inicio. Y eso es ideal. El lector enseguida se siente carcomido por la intriga. Necesita saber dónde está el protagonista y porqué. Y eso, como en toda obra que se precie, no se sabrá hasta el momento del desenlace, cuando Jesús Carazo, con un golpe drástico de timón cambia de rumbo y nos conduce a un final que, no por ridículo y esperpéntico, deja de ser sorprendente, reflexivo y adecuado.
Y no hablo de «ridículo y esperpéntico» con desdoro, sino con la admiración que se profesa a quien maneja la sátira, la ironía, el sarcasmo y el humor con una habilidad de prestidigitador.
No puede arrumbar Carazo su condición de dramaturgo y eso juega a favor de la descripción de las escenas y los ambientes y beneficia la eficacia de los diálogos que, a pesar de mostrar una cierta trivialidad aparente, sobre todo si los solidifica el muchacho, esconden una hondura casi filosófica y transcendental cuando es el anciano el que responde o reflexiona sobre los temas emplazados y que tienen que ver con la literatura, con el amor, con el éxito, con la sociedad, con la religión, con la política, con el más allá. En pocas palabras, con la vida y todos sus caminos.
Se convierte a veces el chaval en el cazador cazado y por eso, conforme crece la complicidad y el intercambio de secretos entre ambos protagonistas, se transforma muchas veces en analizado por el veterano y avispado escritor, que mata el gusanillo redactor con colaboraciones periodísticas en periódicos británicos, por más que intuya que sus opiniones ni la forma de expresarlas no le deben interesar ya a casi nadie. Como ha dejado de interesar el segoviano sin pretensiones a su novia Mariló, que se ha limitado a escribirle una postal para darle portazo. Enfoca así Carazo la teoría de que, tanto el amor como la felicidad, son efímeros, y para demostrarlo le pondrá el caramelo más dulce e irrechazable en la boca al bucólico enamorado.
Pero lo que de verdad importa es lo que opina el hipocondriaco Rush sobre las cuestiones que se le plantean. En sus meditaciones, en sus respuestas, se intuye la base del pensamiento que habita las mientes del autor burgalés que, por cierto, rinde un hermoso y breve homenaje, en forma de guiño alusivo, a la memoria del desaparecido escultor, escritor y amigo José Antonio Abella. En esas reflexiones ponderadas se aprecia un desencanto por la vida, por no haber alcanzado las metas buscadas y, sin embargo, se respira al mismo tiempo un aire de relatividad, como si nada fuera demasiado trágico, demasiado letal.
No voy a extenderme mucho más en mis apreciaciones (de aprecio), porque entonces correría el riesgo de que el comentario fuera más extenso que la obra reseñada, pero sigan para orientarse las miguitas de pan que Carazo va dejando por el camino, la calamitosa vida de un narrador al que sus padres tacharán de tonto e imprudente, el miedo de míster Rush a los médicos y sus sentencias, el pavor ante la idea de que una agonía pueda ser lenta y dolorosa, y si se debe o no acelerar ese proceso inevitable. Y así llegarán a un final que da para mucho cavilar, y entenderán por qué titulo como titulo esta recomendación literaria.
Y hablando de recomendaciones literarias, hasta cándalos guarda en el leñero Carazo para atizar a los críticos literarios, así que cualquiera osa avivar sus iras con valoraciones reacias a las expectativas de un autor tan desencantado (y con razón) de la literatura moderna. Yo, al menos, no lo incomodaré, no vaya a echar mano de su capacidad para convertir la ficción en realidad y me reencarne en un cerdo ibérico en Guijuelo, en Trevélez o en una dehesa extremeña.