Sorprendentemente, el 18 de septiembre de 2024 descubrí a Cristóbal Colón en Fabero (León). Un secreto a voces que os quiero contar. Una tontería tal vez digna de figurar en los anales de «mi» historia personal divulgativa. Lo cierto es que allí estaba él, insisto, en actitud de reposo, pero activo, ofreciéndome las cartas de navegación en su mano derecha y unos libros, un mapa y un astrolabio, a sus pies. Mientras tanto, los perros de la finca colindante no veían con buenos ojos que yo me acercara a tan insigne personaje, por lo que sus ladridos, de manera alarmante, desafiaban el reloj de mi muñeca: 11:23 horas.
Tarde. Llegué tarde a la cita después de que «la señorita» que me habla y guía desde el interior de mi carro metálico me hiciera subir, sin pedírselo, al «cielo» de unas minas abiertas. Sin embargo, a pesar del retraso histórico pude admirar la silueta del almirante, virrey y gobernador general de las Indias Occidentales, el jovencísimo Cristóbal Colón, al que no le faltaba nada para cruzar, de nuevo, mares y océanos en los que poder luchar contra las olas violentas y los monstruos que alimentan las aguas saladas. Estaba, para que nos entendamos, vestido, limpio y repeinado para salir a escena: su largo pelo, con tirabuzones, asomaba por debajo de una gorra aterciopelada; su capa, de cuello de piel, con mangas abullonadas, era perfecta; el tonelete, al que un cinturón amarraba a su cintura, guardaba su compostura, y la malla pantalón, junto a los botines de cuero, le hacían merecedor, sin duda alguna, del sobrenombre de «conquistador». Ahora bien, para llegar a conquistar la admiración de los londinenses, Tomás Bañuelos, con tan solo treinta y dos años y siendo su dios/creador, sufrió lo suyo y un poco más: después de que le dieran gato por liebre, recortándole el pan y negándole el espacio prometido, tuvo que amasar el barro y levantarlo, una y otra vez, tras las graves grietas y caídas. Y tuvo, eso también, que derribar los tabiques de su taller/estudio con el fin de ir viendo, de lejos, la perspectiva de tan alto y atlético volumen artístico, presentado bajo la apariencia de un rostro juvenil, pero convenciendo al personal de que se trataba de encarnar a un ser inteligente al servicio de los reinos de León y de Castilla.
Y ahora sí. Para general conocimiento, me expresaré con otra versión del idioma español sin tanta floritura. Lo que yo descubrí en Fabero fue el clon de Cristobal Colón, hecho con resina de poliéster y fibra de vidrio. El mismo que dio vida a su hermano gemelo, con idéntico «ADN», pero reproducido en brillante y pesada carne de bronce: la escultura de Tomás Bañuelos que, desde el año 1993, descansa frente a la fachada de la Embajada de España en Londres. Todo un ejemplo, uno más, del buen hacer de este escultor/académico que nació para la enseñanza, sí, pero también para llevar su propio arte por el mundo: Colombia, Panamá, Puerto Rico, Guatemala, Perú, Argentina, Ecuador o Londres. El recorrido de la obra pública de este autor en España es interminable y, en León… Según me contó, su primera intervención en León capital la hizo en el edificio de la calle Alcázar de Toledo, 16. Allí realizó unas vidrieras (se ven desde la misma calle) que, desde el interior, llenan de luz la silueta de un particular león y de un rosetón inspirado en cualquiera de los existentes bajo el techo de la catedral más hermosa: la de León.
Tomás Bañuelos nació en Fabero en el año 1958. Su abuelo –me dijo– fue uno de los arrojados al polvo del campo de concentración, existente en el pueblo, por los falsos redentores de la patria. Polvo negro como el carbón que alimentó los días y las noches de su padre. Gente trabajadora y humilde que entre el sol y la luna luchaban por manchar los manteles de hule por donde el hambre escribía drásticos poemas, vacíos de todo contenido. El caso fue que de su abuelo –ebanista– y de su padre –carpintero en el Pozo Viejo– heredó la habilidad de coger un trozo de madera y convertirlo en una pequeña obra de arte. Y, con aquella afición, logró «sobresalir» en las asignaturas propias del dibujo y trabajos manuales. Tanto que un viejo maestro lo encaminó a seguir por aquellas rutas hasta que…
Una vez en Madrid, Tomasín resultó ser el juguete del taller del escultor zamorano Higinio Vázquez. Tomasín por aquí y Tomasín por allá. Hasta que, un buen día, cuando ya contaba con 19 años, Tomás Bañuelos fue llamado por el maestro para que sirviera de modelo en la realización de todos los personajes, todos, del paso ‘La Coronación de Espinas’ (1977); conjunto escultórico para la Semana Santa de León que procesiona la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno. Él fue el modelo posicional de las cinco figuras: las tres que representan al pueblo romano, la que «actúa» como plebeyo y la del propio Cristo, pero además… Tomás Bañuelos, en este caso, intervino como escultor, retocando determinas partes de tan monumental obra. Espectacular.
Sin dejar de trabajar en distintos talleres de escultura, Tomás continuó sus estudios, consiguiendo el título de doctor por la Universidad Complutense de Madrid con la tesis ‘La escultura, el medio, su entorno y su fin’. Y a partir de entonces, además de escultor, por supuesto, Tomás Bañuelos alargó su currículo hasta el infinito: doctor, profesor, investigador, secretario académico del Departamento de Escultura, miembro de la Junta de Facultad… Los cursos implantados por él fueron también numerosos: Cursos de verano de la Complutense, Técnicas artísticas Museo Thyssen-Bornemisza, Taller de escultura Cursos de Verano del Escorial y un largo etcétera, sin olvidar, eso tampoco, los cursos denominados CIAN-Fabero que, junto a Soraya Triana Hernández –profesora, pintora y escultora–, en su papel de coordinadora, viene impartiendo en su pueblo natal, Fabero.
En 1981, junto con otro de los grandes escultores, Francisco López Hernández (1932-2017), Tomás Bañuelos participó en un extenso proyecto que consistía en restaurar y copiar las esculturas más representativas del Museo de Mérida para colocarlas en el Teatro Romano de la misma ciudad. Nuestro artista no se negó jamás a realizar otras colaboraciones con –por ejemplo y entre otros– Julio López Hernández, Antonio López, Isabel Quintanilla o la ya nombrada Soraya Triana Hernández.
Y, con la idea de lo que podía encontrarme dentro de su estudio –ya advertido por el director de este periódico–, di un paso al frente. Y lo que vi –¡Dios mío!– fue un mar frenético de olas que subían hasta el techo o salpicaban de barro mis pies. Quiero decir que, allí, en aquella enorme nave, los bocetos que sirvieron para dar vida en otros tiempos (como el Lambrión Chupacandiles, para Ponferrada; su abuela paterna; Pepe Hierro, para Santander; autorretrato o, entre otros, Aureliano de Ayllón, escultura con la que le concedieron un importante premio) se unieron con los actuales para llenar estantes y alturas. Bustos, animales fantásticos, decorados, maniquíes, caretas, fotografías, pósteres, herramientas de todo tipo…
–Espera, por favor –me dijo–, que tengo que humedecer esta pieza… (de barro).
Y lo hizo explicándome el proceso: armadura y barro, antes de acariciar y extraer de aquella masa inerte «la vida» para ofrecer a los deseos de unos ojos… vivos y agradecidos. Y allí, en este proceso, se encontraba la escultura de su padre y diversos bustos de personajes conocidos, sin olvidar aquellas obras homenaje a los mineros, porque, sin darse importancia alguna, dejó en libertad esta frase: «hay que conservar las cicatrices de la mina con el arte».
El arte que ofrece Tomás Bañuelos, sea en barro, escayola, hormigón, madera, piedra, silicona o bronce, es tan espectacular que hasta el cine «bebió de sus fuentes», y me explico: en el año 2011, el director de cine Fernando Trueba contó con él para realizar la película ‘El artista y la modelo’. En realidad, el trabajo lo iniciaron mucho antes, pero el fuerte… Tomás Bañuelos y su equipo, María Iglesias, Paula Fernández, Pablo Ródenas, Adrián Vega, Aida Bañuelos, Luis Lancho, Miguel Ángel Alves y Emma García-Castellano –me encanta que los grandes artistas no escondan jamás los nombres de sus colaboradores–, todos ellos, casi enclaustrados en el taller de Fabero durante noventa días, lograron el milagro: realizar los dibujos y las 130 esculturas (grandes y pequeñas) que se pudieron ver en la mencionada película.
Definitivamente, Tomás Bañuelos es, para mí, un reconocido artista plástico de… «cine» (con todo lo que ello implica).