Se deshizo del saco y echó a correr hacia la casa. La pareja de guardiaciviles le dio el alto, pero él siguió corriendo. Cruzó las vías de tren perseguido por uno de los guardias. Rodeó las paredes de la casa, pegado a ellas, y atravesó su portalón. Desembocó en un amplio corral en el que un hombre, a la puerta de una cuadra, picaba una guadaña.
Como si no le extrañara su presencia y le esperase, hizo una pausa indicándole el interior del establo; después continuó a lo suyo. Se coló dentro. Le envolvió la estancada atmósfera tibia de la cuadra y una inesperada sensación de bienestar, que rompió la voz áspera y entrecortada del guardia preguntando desde el portalón si había entrado alguien.
Volcó un tonel desportillado y oculto bajo él, escuchó la respuesta negativa del hombre. El guardia, tras una pausa en la que debió valorar la posibilidad de confirmar si era verdad lo que le decían, se despidió con un «¡A seguir con Dios!» que sonó desabrido, como una recomendación forzada. Respiró aliviado. Claro que, seguramente, no las tendría todas consigo y quizá dudase si volver sobre sus pasos.
Decidió permanecer algo más donde estaba, a la espera de una señal de fuera que le permitiera abandonar su escondrijo. Pasó un tiempo. El sonido del martillo golpeando el yunque sobre la hoja de la guadaña le llegaba lejano, cada vez más apagado, como si se encontrara en una cueva profunda y apartada. No había comido nada desde que hacía dos noches cenó una sopa de ajos con el pan que le quedaba. Se notaba débil y exhausto, y no sabía cómo había logrado escapar.
Aquella mañana, casi de madrugada, cogió el tren convencido de que el estraperlo no era lo suyo; si bien, no tenía otra opción. Aún sentía sobre sí clavada la mirada que le dirigieron los guardias al dar el alto. Se disponía a subir al tren que le devolvería a casa, pero entonces los civiles irrumpieron, descolgándose, con sus capotes verdes, de uno de los vagones que entraban en la estación, como dos ángeles justicieros.
Tardó unos segundos en reaccionar, en decidir que tenía que intentar huir de ellos. Vio la casa al otro lado de las vías y supo que debía correr en aquella dirección, y eso fue lo que hizo nada más deshacerse del saco de alubias. Fue un ajuste rápido con una mujer vestida de luto que le ofreció, además de las habas, una pieza de tocino curado. Se disculpó, le dio el dinero que pedía por las alubias y cargó con el saco hasta la estación. Solo quedaba revenderlo…
El zumbido sordo de un abejorro solitario se sumó al jadeo discontinuo de las vacas que rumiaban en sus pesebres. No sabría decir el momento en que se durmió y volvió a repetirse el mismo sueño recurrente. Un sueño extraño en el que se adentraba de noche en una ciudad bombardeada y asediada por el ejército franquista. Sus pasos erráticos le conducían hasta un prostíbulo. En la puerta, un borracho susurraba obscenidades al oído de una muchacha pelirroja; allí esperaba una vieja prostituta que tiraba de él hacia el interior del antro.
Parejas borrosas salían y entraban de habitaciones mal iluminadas por bombillas rojas. También ellos, cogidos de la mano, entraron en uno de los cuartos. La mujer se desnudaba. Sus ojos resbalaron de los pechos, grandes y caídos, hasta el sexo cubierto por el caparazón descolorido de una nécora. Entonces ella sacaba de la bolsa que le colgaba del cuello una cucharita de plata. Se la daba y conducía su mano hasta el caparazón rogándole que no dejara nada sin comer.
Dio el primer bocado. Suspendida del techo, la bombilla temblaba imitando el latido de un pequeño y fatigado corazón. Cuando despertó todo estaba en silencio. Salió del escondite. Faltaban las vacas y no se veía ninguna señal del hombre. Junto a la guadaña, en el suelo, en un plato, habían dejado una rebanada de pan.