De considerables dimensiones, el fresco anónimo del siglo XV situado sobre el sepulcro vacío de San Alvito, ante el que las madres formulan un deseo y hunden la cabeza de sus hijos por un hueco, en la nave lateral izquierda de la Catedral de León, representa para un profano, para alguien ajeno a la tradición cristiana, la imagen de un gigante que acaba de trasladar sobre sus hombros a un infante a la otra orilla de un río, sirviéndose de la rama de un árbol como sostén y levanta los ojos hacia lo alto buscando la mirada del niño. En cambio, para alguien familiarizado con la iconografía cristiana, la escena es fácil de identificar. El gigante no es otro que San Cristóbal, santo sanador y patrón de los moribundos, al que algunos iconos de la iglesia ortodoxa representan con cabeza de perro, un cananeo que ayudaba a los que necesitaban cruzar un río a hacerlo, no con una barca o una balsa como Caronte, sino sirviéndose de su propio cuerpo, a hombros, para obedecer al encargo que le expresara hace tiempo un ermitaño.
Cuentan las hagiografías que un día Cristóbal escuchó desde su cabaña que alguien le llamaba; cuando acudió al lugar de donde provenía la voz no vio a nadie. La llamada se repitió y tampoco esta vez el santo encontró al que reclamaba su presencia. A la tercera llamada, al fin pudo descubrir a un niño que le pidió que le condujese a la otra orilla. En medio del río, Cristóbal nota angustiado que el peso de la criatura aumenta y que apenas puede soportar aquella carga. Piensa entonces que los dos van a perecer sin remedio tragados por la corriente. Solo haciendo un gran esfuerzo logra alcanzar el otro lado. El niño le revela entonces quién es, Cristo, y lo que Cristóbal sentía sobre sus hombros, el peso del mundo (durante la Edad Media un obispo alemán, Walter Speyer, se hizo eco de la tradición ortodoxa y afirmó que, después de ayudar al niño a cruzar el río, Cristóbal fue recompensado y perdió la cabeza de perro, que fue sustituida por otra de hombre).
Como las imágenes en las que vemos a Atlas abrumado bajo el peso de la Tierra, este San Cristóbal del fresco de la Catedral de León parece un hombre sobre el que ha caído una responsabilidad que sobrepasaba sus fuerzas, y que solo puede respirar aliviado al concluir la azarosa travesía. La enseñanza que quizá nos quería trasmitir el pintor es que únicamente deberemos relajarnos cuando alcancemos la meta propuesta. Es el momento en que Cristóbal alza los ojos hacia el niño con la esperanza de encontrar en ellos una señal de gratitud, una forma de pago a su esfuerzo, algo parecido a lo que aventuraba el obispo alemán Walter Speyer, un cambio en nuestra condición terrena, en nuestro caso, asentados en la tradición cristiana occidental, no la transformación de una cabeza de perro en otra de hombre sino una ansiada metamorfosis espiritual.
Transformación o el fresco de San Cristóbal
Por Javier Carrasco
17/06/2020
Actualizado a
17/06/2020
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