El traslado

Por José Javier Carrasco

03/08/2024
 Actualizado a 03/08/2024
| ANA CARRERA
| ANA CARRERA

Desde que enfermó y se vio postrada en una cama, sus dos hijos acordaron repartirse la carga de cuidarla. Permanecería medio año en casa de cada uno. Como ya no podía andar, el traslado debía hacerse en carro, echada sobre un colchón. Parecía como si el carro fuera buscando a propósito todas las piedras del camino, sacudiéndola sin compasión, igual que un saco de patatas. Tumbada boca arriba piensa que más valdría morirse y dejar de molestar a los hijos, aliviarlos del pesado lastre de tener que atenderla. Ahora a casa de Genoveva desde la de su otro hijo, Félix, por medio del pueblo en ese maldito carro que la vapulea. Mira el cielo, el vuelo veloz de las golondrinas, quizá las últimas que vea. Aunque quién sabe si en el cielo no habrá también algunas aguardándola, porque todos nos merecemos ir al cielo después de una vida tan jodida como esta, incluso hasta canallas como su marido. Espera que el cielo esconda parte de lo que dejamos aquí, con golondrinas, pero sin piedras en el camino. Todo el mundo estaría de acuerdo en que ha tenido una vida miserable, llena de amargos sinsabores. La más pequeña de cinco hermanos varones todos los palos iban a parar sobre ella de niña. Después espabiló un poco y consiguió hacerse valer, mal que bien, ante otros niños. De moza tuvo varios pretendientes, y, al final, se quedó con el que menos le convenía. Un desgraciado que la humilló y maltrató hasta el último día que vivió. Cuando murió, aún muy joven, estaba embarazada de Genoveva. Fue un parto prematuro a la orilla de un camino solitario de vuelta a casa. Quizá por eso, Genoveva siempre fue una criatura especial, muy rara. Sin conocerlo, parecía haber heredado el carácter atravesado de su padre. No era necesario que dijera nada para saber que desde que tuvo uso de razón la despreciaba, como si quisiera hacerla responsable de la miseria en la que vivían, por no poder tener lo que tenían las demás niñas, que tampoco era mucho, la verdad. Sin embargo, envidiaba lo poco que tenían las otras y responsabilizaba a su madre por no poder dárselo. Se desvivía intentando compensar lo que su hija echaba de menos, mostrándose más cariñosa, pero Genoveva siguió manteniendo la actitud de una reina ofendida hasta que tuvo su primer hijo. Ser madre la dulcificó, y entonces la empezó a tratar de otro modo, con más consideración. La visitaba con frecuencia y siempre le llevaba algo. Sabía que le encantaba el chocolate, y aprovechaba sus viajes a Astorga para traerle una tableta, o una caja de mantecadas en su cumpleaños. A pesar de todo, la seguía mirando raro. Incluso ahora, más de una vez, ha descubierto en sus labios la misma actitud de desprecio de cuando niña. Genoveva seguía siendo una espina clavada. Una espina que aún, a pesar de sus años, cuando ya tantas cosas dan igual, le hace sufrir. Su hijo se ha detenido en medio del puente a mirar las truchas. Siente que la modorra la gana y se dispone a echar una cabezada. Sueña que está ya en casa de Genoveva, pero no en su cama sino dentro de un incómodo ataúd. Todos los vecinos del pueblo, apelmazados como moscas, la estudian. Oye que alguien pregunta a los demás si creen que está realmente muerta, porque le parece haberla visto sonreír. Genoveva se indigna: «Pues claro que está muerta. Ahora os lo voy a demostrar». Su hija coge el enorme imperdible que lleva prendido en el vestido para sujetar el escote, lo abre y lo hunde en su brazo. No siente nada – su carne es como manteca – , solo un estremecimiento al ver como Genoveva se vuelve hacia la gente y exclama: «¡Está muerta y bien muerta, la jodida cabrona!» Despierta con otra sacudida brusca del carro; la recibe el vuelo rasante de una golondrina que deja escapar un chillido agudo como si el imperdible la hubiera ensartado a ella. 

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