Los hermanos Lumière no tenían depositadas grandes esperanzas en el invento del cinematógrafo que acababan de descubrir a finales del siglo XIX, sus anodinas producciones lo demuestran: el tren llegando a la estación, los obreros saliendo de la fábrica… Unos pocos minutos de plano secuencia sin relato. Pensaban que se trataba tan sólo de un adelanto científico y tecnológico con pocas aplicaciones al mundo real. Tuvo que ser Méliès, que provenía nada menos que del mundo de la magia, el que viera el gran potencial del nuevo medio, primero para realizar trucos visuales de apariciones y desapariciones simplemente cortando y pegando en el proceso de montaje y, luego, contando historias como en el teatro y en la novela, pero con imágenes, como hizo en su ‘Viaje a la luna’.
Con ello comenzó la gran historia del cine que creó un lenguaje nuevo. Pero no todo lo audiovisual fue narración y verosimilitud, Dziga Vértov, por ejemplo, hizo otra cosa, un cine-ojo sin guion, ni actores, ni montaje lógico, intentando captar una realidad más intensa de la que puede percibir naturalmente el ojo humano, porque el cine dramático que consumimos mayoritariamente le parecía el opio del pueblo.
Hubo también cine abstracto, solo con colores y luces en movimiento, a veces pintado directamente a mano sobre la película, que se practicó desde las vanguardias hasta finales de los años ochenta, cuando murió el autor más conocido de esta tendencia, Norman McLaren.
David Lynch, el cineasta fallecido en el pasado mes de enero, fue una figura diferente a todas las demás pertenecientes al ecosistema actual cinematográfico cuya ascendencia es difícil de ubicar si no es en productos tan alejados de lo comercial como los heterodoxos de Vértov, McLaren o el Buñuel más surrealista, algún Kubrik o cierto Fellini.
La obra de Lynch se caracterizó por no ser plenamente narrativa, por tener lagunas, por una gran visualidad intercalada de abruptos colapsos de sentido. Los ambientes misteriosos, agobiantes, oníricos, las apariciones inquietantes, fueron las señas originales de la identidad de su estilo. Su primer largometraje, ‘Cabeza borradora’, es un largo ensayo sombrío sobre la extrañeza que produce en el ser humano la percepción de sí mismo como un ser biológico, que sería ampliado en la sobrecogedora ‘El hombre elefante’, basada en hechos reales. Luego, vendrían ‘Terciopelo azul’, ‘Twin Peaks’, ‘Corazón salvaje’ o ‘Mullholland Drive’ entre otras…
Tan excepcional como lo que vemos en esas películas es que estas llegasen tan lejos, en plena hegemonía de la industria del entretenimiento canonizándose como clásicos de la vanguardia contemporánea en la historia del cine. David Lynch atravesó las fronteras de lo marginal para transitar por el medio de las grandes avenidas de lo comercial demostrando que otro cine es posible. Un caso extraordinario que seguramente no volvamos a ver, el último cineasta raro, el último hombre elefante, capaz de conjugar a veces el éxito comercial y la obra maestra.