Estaba escrito en alguna parte que aquello tenía que ocurrir necesariamente. Y, además, a ella, un día tal como aquel, un 14 de septiembre que nunca lograría olvidar. Despertó con el canto del gallo y ya no se pudo dormir. Como no hacía nada en la cama holgazaneando, se levantó y empezó a trajinar por la casa. Al llegar la hora de salir, cogió el dinero que guardaba en el azucarero para comprar la vaca, lo dobló y lo sepultó en el fondo de la faltriquera con la aprensión de que se lo iban a quitar. En la estación esperaba, muy serio, el tío Felipe, que la acompañaría a la feria del Cristo de Bembibre, donde tenía pensado visitar a unos parientes. La mayor parte del viaje permanecieron en silencio. Ella estudiaba suspicaz a la gente, tratando de adivinar entre los viajeros a alguien que buscara robarle el dinero; mientras, el tío Felipe echaba una cabezada. Dormido, su expresión se dulcificaba y aquello la tranquilizó. Así y todo, en los túneles abría bien los ojos y llevaba precavida la mano a la faltriquera. Cuando el tío Felipe despertó se lio un cigarro y preguntó para qué quería la vaca. Una sola le iba a servir de poco, añadió. Tuvo que explicarle que había hablado con Filomena, la del tío Basilio, que también tenía solo una vaca, y que entre las dos podrían formar una yunta que les permitiese arar y acarrear lo cosechado. El tío Felipe la miraba escéptico como si aquella solución no le convenciera. Quedó en silencio, a la espera de una nueva pregunta, pero el otro calló hasta que llegaron a Bembibre. En la estación la invitó a tomar un chocolate. Se disculpó: «Ya tomé un tazón de leche al salir de casa». Él no insistió, limitándose a decir: «Adelántate, y vas viendo qué hay de bueno. Yo me acercaré más tarde y podré aconsejarte. Mis parientes pueden esperar». Sonrió y entró en la cantina ante la que se habían detenido, después de indicarle la dirección que debía seguir. Fue una negociación difícil la que mantuvo con el dueño de la vaca para lograr que se la vendiera a un buen precio. El tío Felipe, que intermedió en el trato, le propuso tomar una ración de callos y una botella de vino para celebrar la compra. Buscó una disculpa: «No quiero retrasar mi partida o se me hará de noche en el camino. En otra ocasión». «Habrá que esperar, ha surgido un imprevisto y pasaré unos días aquí, así que nos despediremos antes de lo pensado», anunció su compañero de viaje. Viéndole alejarse, se preguntó dónde tendría la cabeza el tío Felipe que consideraba algo normal invitar a una botella de vino a una mujer soltera. El sol estaba en lo más alto cuando salió de Bembibre. Le esperaba un largo camino. Llevaba la vaca sujeta con una cuerda y el animal se dejaba conducir dócilmente. Ya se lo había dicho el vendedor: «Es mansa como una cordera». Confiaba en que, aparte de dócil, trabajara bien. También eso le habían encomiado de ella: «No solo es mansa, sino que además es tan dura trabajando como la madre». No tenía el gusto de conocer a la madre, pero esperaba que fuera verdad, que no tuviera que arrepentirse de su decisión, en la que las observaciones del tío Felipe determinaron que la comprara. «No vas a encontrar otra con igual traza», resumió para animarla a quedarse con la vaca. En el puerto del Manzanal cayeron unas gotas, pero la cosa, afortunadamente, no fue a más. Cruzó Ucedo sin encontrarse con nadie conocido y llegó a Porqueros cuando ya había anochecido. Estaba tan rendida que solo pensaba en dejar la vaca en la cuadra y poder descansar. Al cruzar las vías, la mala suerte quiso que una de sus pezuñas quedase atrapada en un raíl, mientras la campana del paso a nivel anunciaba la llegada inminente de un tren. Obligado te veas para que lo creas.
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