¿Es posible creer a alguien que te dice que tu primera visita a un lugar será también tu primer encuentro con un fantasma?
Aquel viaje a León se había pospuesto tantas veces que, cuando faltaban un par de días para salir, no quería arriesgarme a imprevistos.
Había metido en la mochila ropa ligera y también una chaquetina, por si acaso.
Calzado de repuesto.
Las pastillas de la alergia, un cargador de más y dos pares de gafas.
Ni en sueños iba a permitir que nada me estropeara la visita.
Para que no quedaran cabos sueltos y no por miedo, sino por precaución, le pregunté a mi vidente cómo se presentaba mi destino.
– Será un viaje extraordinario y tendrás un encuentro inesperado. Un encuentro con alguien que no está entre los vivos.
Como es lógico, la primera frase que me dijo me alegró mucho. A la última, no le hice ni caso y, sin pensar más en el tema, continué con los preparativos.
Era una primavera cálida, ya muy avanzada. La estación del tren estaba en una zona que parecía el extrarradio pero que, a la vez, estaba a dos pasos del centro, así que , como llevaba poco equipaje, no me hizo falta coger un taxi. Maravilloso. Siempre me había encantado pasear y el lugar lo merecía.
En dos días había tachado casi todos los «quiero conocer» de mi lista de la ciudad. Ya me apetecía empezar a visitar la provincia, así que tiré de trípticos, a la antigua usanza, y elegí.
La cueva de Valporquero.
Apenas 50 kilómetros la separaban de la capital y, sin embargo, parecía que estaba en otro mundo. El viaje en Feve hasta Matallana resultó ser, inesperadamente, poesía en movimiento. Arboledas, un río maravilloso y cien tonos de verde. Saqué la bici en la estación y, sin ninguna prisa, comencé a disfrutar del resto del recorrido.
No había calculado que la subida al pueblo sería tan inclinada, tan larga, tan... imposible para mí. ¿De verdad iba a quedarme sin ver la cueva por una trabajosa subida? No sabía qué hacer .
Providencialmente, un motor. Me giré, esperanzada y sí, un coche entraba en la carretera, de la que yo apenas había conseguido recorrer cien metros. Miré, supongo, con tal cara de angustia, que el coche se detuvo.
La conductora, una mujer agradable, de unos sesenta años, con aspecto de maestra jubilada, se detuvo para interesarse por mí.
En dos minutos, mi bici candada a una señal y las dos viajeras charlando animadamente mientras el coche subía con trabajo la carretera que era una pura cuesta llena de curvas.
Le conté a Encarni mi ilusión por conocer la cueva y el reto que me había supuesto ese primer viaje sola. Ella había recorrido muchas veces la cueva, pero siempre se animaba a otra visita. – Te va a encantar, ya verás.
¡Madre mía! Qué paisaje, qué entorno, qué vistas... antes , incluso, de entrar, la ruta había merecido la pena. Valporquero parecía sacado de un libro fantástico.
Entramos con un grupo grande y bastante majo. Agradable. Nuestra guía se llamaba Patricia. Destilaba pasión por ese lugar mágico y su manera de hacernos apreciar cada detalle convirtió la experiencia en un viaje a otro mundo. Nos explicó cada sala, todas impresionantes; cada formación misteriosa; cada eco de cada gota que caía lentamente, que había caído durante milenios; cada corriente de agua tan transparente que no parecía real.
Hablábamos susurrando, nadie quería romper la magia.
– Y aquí vemos al famoso fantasma de la cueva de Valporquero –Patricia señaló con la linterna una formación redondeada, blanquecina y simpática que, efectivamente, parecía un pequeño fantasma rechoncho.
¡El fantasma! ¡Ahí estaba mi «encuentro con alguien que ya no estaba entre los vivos»! No pude evitar reírme rompiendo el silencio. Mis compañeros de grupo se giraron y Encarni vocalizó un «¿qué pasa?» extrañado. Le hice, aún entre risas, un gesto de ‘luego’ y seguí la visita riéndome para mis adentros.
Valporquero maravilloso. Valporquero inenarrable. Valporquero mágico. Valporquero insólito. Valporquero onírico. Jamás me arrepentiría del viaje a León ni de la visita a la cueva.
Salimos de nuevo a la luz, al paisaje infinito. Respiré hondo y ayudé a Encarni a subir los primeros escalones, aún deslumbradas las dos.
Volvíamos al coche felices, yo iba hablando de todo y de nada, tan alucinada salía de allí y, al girarme para mirar a mí compañera, pude verlo sin ningún resquicio de duda.
Encarni se disolvía en el aire. En un par de segundos, pasó de ser tangible y sólida a ser translúcida y, luego, transparente... hasta desaparecer ante mis ojos.
Me sonrió como una madre y se fue.
Me costó recuperar la respiración y seguir andando. Ni rastro del coche tampoco.
Bajé la larguísima carretera lentamente, con la cabeza en las nubes.
Pararon dos coches, que también regresaban, pero no quise que ninguno me llevara, por si acaso.
Mi cupo de encuentros fantasmales estaba completo.
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