‘Cuentos de mar y sangre’
Antonio Magán
UNO Editoral
Narrativa breve
144 páginas
12 euros
El oficio de forense literario acarrea problemas de espacio en las estanterías y provoca, con más frecuencia de la recomendable, injusticias ominosas. A casa llegan cada mes unos 50 o 60 libros en cubierta y páginas e información virtual sobre varios cientos más. Y, por si fuera poco, de vez en cuando la vida decide que editoriales heroicas aligeren sus almacenes a costa de mis quejumbrosos vasares o que algunos autores me endilguen sus obras completas, con la esperanza imposible de que los dedique unas briznas de atención.
Raramente se obra el milagro; pero de vez en cuando la vida hace una jugarreta de las suyas y decide que se imponga esa diosa fortuita que algunos llamamos casualidad. Eso es lo que me acaba de suceder. Hace un par de semanas afronté el penúltimo de los viajes de mi gira de conferencias por la cartografía variopinta de Castilla y de León, y nada más montar en el autobús maldije mi falta de previsión por haber metido en la maleta la novela que estaba leyendo. Me esperaban casi cuatro horas de exasperante modorra a lomos de un vehículo indeciso al que sólo le faltaba detenerse en cada señal de tráfico del camino. Pero entonces reparé en que por el bolsillo de un chubasquero, que no me había vuelto a enfundar desde que cayó una enfurecida tormenta agostera, asomaba la punta de otro libro. No recordaba haberlo guardado allí, pero pensé, a modo de frágil consuelo, que al menos sus palabras me harían compañía durante el tortuoso trayecto.
Así fue como, porque de vez en cuando la vida le encamina a uno por esos callejones, descubrí la narrativa de Antonio Magán. Y también descubrí que, quizás, a partir de ahora deba hacer más caso a los libros que, accidentalmente, me dejo olvidados en los abrigos.
Magán es uno de esos escritores que hace bastantes meses –una editorial de magna envergadura no hubiera aceptado mi demora dilatada– me endiñó la mayoría de sus obras, eso sí, sin meter presión, asumiendo que lo más probable era que ni siquiera las sacara de su embalaje. Pero tuvo paciencia. Y suerte. La suerte accidental de que abriera el paquete y guardara su último libro de relatos, ‘Cuentos de mar y sangre’, en el bolso de un anorak que habitualmente mora en el armario del olvido.
Y luego, además de paciencia y de suerte, ha tenido la cualidad de poseer una voz muy peculiar y sumamente temperamental. Una forma de narrar poderosa y original que no podía pasarme inadvertida.
Hay una mezcla curiosa de formas, de tonos y de estilos en los veintidós retales que componen este edredón de estampados coloridos que transmiten su envolvente calor al lector. Varía la extensión de los textos, los más largos son más argumentales, descarnados o intimistas (incluso más arriesgado el último, con diferencia el más prolongado), y en algunos de ellos apela al homenaje familiar –a sus padres por separado, a un abuelo– o a «la memoria como un bautizo de melancolía», sin despreciar el humor, la paradoja o la barbarie y poniendo, curiosamente, un lacado de barniz poético en los relatos más breves, como ese ‘No vivir, para contarlo’ que termina así: «caigo de bruces sobre cientos de palabras que crujen como una alfombra de hojaldre. Sueño que abandono la vida para contar, sólo (él pone solo) para escribir. Todo es literatura. Soy un cuento que nada en vuestra mirada». Poesía y confesión de sentimientos y declaración de intenciones. Tres por uno.
Pero luego, en otros, Magán se evade por la tangente, y pasa de lo lírico a lo provocador, con un lenguaje llano y radical que llega incluso a detallar escenas soeces o en las que los personajes manifiestan sus tendencias coprofílicas, como ese Pepito cuyo padre era médico y le enseñaba los genitales a medio Albacete –porque la ciudad navajera aparece con frecuencia en estas historias–, mientras él, que tenía «un culo como una hogaza de pan de centeno de seis kilos» se dedicaba a leer tebeos en baños ajenos, mientras cagaba fuera de la taza; o el putero habitual que estampaba sus zurrapas en las sábanas de cortesanas remilgadas y anémicas de paciencia.
Hay escenas espeluznantes en algunos cuentos, como la de la niña que se sacaba el esperma de su vagina con las manos después de ser violada, y otras que mezclan la brutalidad y lo cruel con la ironía o el esperpento: familias de extremidades amputadas que se dedican al narcotráfico, corresponsales de guerra que se cargan a sus antecesores para usurpar su puesto, francotiradores ucranianos con dedos de violinista…
Y así continúa una galería de personajes que Magán describe con la precisión de un retratista del Renacimiento, como el basurero que amasa su afán de venganza durante años, o «Mónica la satánica, la mujer esdrújula», o «el Trompi» o «el Víctima», o «el Mustio», ese policía que no creía en Dios, sólo en su Astra y en Charles Bronson, o el suicida del cuento inicial, que se convierte en héroe redentor de féminas exiliadas previamente a ahogarse. Justo lo contrario de esos especímenes malnacidos que, antes de quitarse del medio, aligeran el censo, llevándose por delante mujeres indefensas que poco pueden hacer cuando son fatalmente agredidas.
Por si fuera poco, hasta ahora creí que era yo sólo el que creía que Russell Crowe y Paul Bethany se ponían ojitos en ‘Master and Commander’, esa virguería cinematográfica de belicismo naval, por mucho que los ‘Nocturnos de Madrid’, de Boccherini, que ambientan el final del filme, sean un puro y disculpable anacronismo.
En estos días, que tanto ruido se está creando alrededor de la concesión del premio Planeta, Magán se limpia el culo con él (y con otros precedentes encuadernados en fundas de color encarnado), y nos muestra que a la gente le preocupa más que le vomiten encima que ver caer a una mujer desde lo alto de una noria para despanzurrarse contra el asfalto o que un sátiro sacerdote sea absuelto de un mortal pecado de pederastia.
Y, hablando del Planeta, porque de vez en cuando la vida me vuelve benévolo, creo que le vendrá mejor al bueno de Magán que arremoline unas cuantas palabras laudatorias, como arena de playa, alrededor de sus cuentos, en lugar de desperdiciar mis escasas neuronas despotricando contra la hija de Fernando Ónega o el descendiente remoto del admirado y verdaderamente ilustre Torcuato Luca de Tena.
Puesto a presumir de indulgente benevolencia, hasta perdono que la editorial no haya hecho una revisión más rigurosa de un manuscrito al que ponen banda sonora Los Chichos y Las Grecas, porque hasta para disculpar erratas en obras de arte hermosamente imperfectas tengo hoy domesticado el criterio.
Lo que no perdono de ninguna manera, por mucho que el autor recurra a la ideología política de algunos personajes para justificarlo, es que estos beban cerveza Cruzcampo. Eso no es propio de alguien que tiene la osadía de jugarse un exitoso farol literario con una pareja de doses en la mano y mucha imaginación y más mala leche en la manga. Lo siento mucho. Por ahí sí que no paso.