Un año absolutamente magnífico en cuanto a vivencias literarias personales y apasionantes lecturas ajenas tenía que cerrarse por todo lo alto. Y el libro que he elegido para echar el aldabón a este dos mil veintitrés inolvidable no puede ser más adecuado. ‘El querido hermano’, la novela con la que el cordobés Joaquín Pérez Azaústre se adjudicó la última edición del Premio Málaga de Novela, es un libro, hoy, que la inmensa mayoría de los españoles damos máxima importancia a la salud, de premio gordo.
De hecho, si tuviera que elegir un cuadro de honor con las lecturas más relevantes de la temporada, Galaxia Gutenberg, con esta novela y con ‘De bestias y aves’, de Pilar Adón, coparía lugares privilegiados en ese escalafón particular y subjetivo que, sin embargo, estoy casi seguro de que esta vez pondrá de acuerdo a muchos lectores con mi criterio, por lo general tan controvertido y peculiar.
Admiro de lejos la trayectoria literaria de Joaquín Pérez Azaústre. Su poesía ha merecido los galardones más rutilantes e incontestables del parnaso patrio y su narrativa manifiesta una fuerza y un pulso de titán que están sólo al alcance de los miembros de un club exageradamente selectivo con los socios que lo integran, como ya manifestó en sus laureadas novelas preliminares, ‘Atocha 55’ o ‘La larga noche’.
Guardan esas novelas anteriores un cierto paralelismo con la que nos ocupa, en tanto que Azaústre combina con maestría la documentación histórica -los crímenes de los abogados de Atocha o la muerte de Manolete en aquellas, la relación entre los hermanos Machado en esta- con el elemento figurativo, ese eje vertebrador que nace de la ficción y que confiere un carácter muy diferencial a sus novelas respecto a aquellas (ensayos o tratados maquillados en muchos casos) que se encasillan en ese territorio inabarcable que se llama eufemísticamente «literatura de género». Y si ya las anteriores me provocaron un regusto agradable, la historia que narra la relación entre los dos poetas y dramaturgos hermanos -Manuel y Antonio- me ha tocado aún mucho más adentro, no sólo por su incuestionable calidad técnica, sino por ese tono evocador, lírico y tierno que destilan innumerables pasajes a lo largo de la trama.
La fraternal historia machadiana no se escapa de la realidad. El autor sitúa e inicia la acción en 1939, en Burgos, ciudad donde se asienta el gobierno franquista y la capitalidad transitoria de la España sublevada. En esa ciudad castellana, zarandeada por la guerra, la provisionalidad y el recelo, Manuel Machado ha pasado la guerra, junto a su esposa Eulalia, protegido por figuras fundamentales del régimen como José María Pemán o Eugenio D’Ors, y acorralado y señalado de viva voz o por escrito por periodistas y otros detractores afines al régimen franquista, que lo ven como un poeta rojo disfrazado de cruzado para salvar el pellejo. En ese controvertido maremágnum es en el que a Manuel le llega la noticia de que ha muerto su hermano Antonio, ‹‹su compañero en la literatura y en la vida››, en Francia.
Y es a partir de ese fatal conocimiento cuando la historia se amalgama con la ficción. Pemán pone al servicio del matrimonio a Raúl, un joven militar de su confianza que durante los años de residencia precaria de la pareja en la ciudad del Cid, y a instancias del propio Pemán, los ha observado y protegido a distancia, porque el poeta-alférez tiene la certeza de que escritores como Manuel Machado serán de los pocos que queden y a los que España necesitará cuando termine la guerra para ganar la batalla de la paz y la reconstrucción nacional.
Se desarrolla a partir de ahí un viaje por carretera desde Burgos hasta Collioure y un viaje de la memoria que se remonta cuarenta años atrás, en ese París bohemio, noctámbulo y finisecular donde los hermanos Machado se atiborran de absenta, se reúnen con los autores de la época, conocen las nuevas tendencias poéticas y alternan con prostitutas y escritores tan cuestionados como Oscar Wilde o se dejan acaramelar por la poesía de Moréas.
El tono de crónica histórica contada en tercera persona que Pérez Azaústre endilga a la novela no puede ser más agradable y cautivador. Con pericia simpar juega con el ritmo y el tiempo, manteniendo unas veces las distancias y otras acercando los fotogramas hasta llegar casi a un roce cutáneo con el lector. Indistintamente, se vale para conseguirlo de una prosa contundente y precisa o de un auxilio poético de lo más luminoso, un matiz lírico que se aprecia en descripciones y puestas en escena de una belleza sublime, como la que dedica a la concubina Miette, «a sus pies menudos, a sus pantorrillas prietas, a sus nalgas abiertas, que son planetas amplios de una harina erizada» o a «paredes empapeladas con un dibujo de cenefas verdes que parecen diluirse como un fondo marino con el juego de luces del quinqué».
Tampoco pueden pasarse por alto las figuras y las imágenes disimuladas en el humo bronquítico del tabaco o las miradas: esa forma que Oscar Wilde o Miette tienen de ver el fuego dormido en los ojos de Antonio, esa llama poética que no se apaga, o los ojos de cristal de un ciervo surgido entre la niebla que contienen los misterios del mundo.
Esos jalones, las reflexiones, interrogantes, desavenencias y miedos de entonces, que podrían seguir de plena actualidad en nuestros días; el destino, que situó por capricho a los hermanos en distintos frentes -como les ocurrió a tantos y tantos parientes-, quizás el espíritu de supervivencia que empujó a Manuel a desinfectarse de sus inclinaciones republicanas, e incluso la confidencialidad creciente durante el viaje entre chófer y pasajeros, salpimentan y dan sabor a una obra compacta y atrayente, por lo que tiene de educativo, de filosófico y de fascinante entretenimiento.
A través de estas páginas se descubrirá el amor que se profesaban los hermanos, la admiración que Manuel sentía por Antonio, sus impulsos cronometrados y sus discrepancias quizás determinadas por las circunstancias.
Incluso, como guiño casi postrimero, muy propio de una novela de altos vuelos, surge un cameo de un aviador francés que a uno le da por hacer coincidir con el autor de El Principito. Pero quizás no sea más que un acceso fantástico, una fiebre poética que me acecha y que, aprovechando otra instantánea que surge cuando los ríos de tinta están a punto de confluir en ese estuario que siempre es un desenlace, me hace pensar en la complicidad acompasada del vuelo de los delfines sobre las aguas del mar para convertirla en machadiana metáfora de inquebrantable fraternidad.