Yemuel ‘El Pacificador’

Por Saturnino Alonso Requejo

23/03/2025
 Actualizado a 23/03/2025
Cosas de aquí.
Cosas de aquí.

Sucedió esta historia cuando el Decreto de los Reyes Católicos del 31 de marzo de 1492 expulsaba de España a los judíos. Que penetraba por las callejas de las Juderías como un cuchillo de caza bajo los brazuelos de un jabalí.
Encogía el corazón de las madres; y a los niños de teta se les helaba en la garganta la doble ternura de la leche materna.
El Decreto lo dejaba claro: Tres meses para salir del Reino, a partir del 29 de abril de 1492. Y marchar a toda prisa, con lo puesto, como cuando sus padres habían salido de Egipto en aquel inolvidable mes de Abid (Marzo-Abril),
Habían vendido sus propiedades, por lo que les dieran. Y no podían llevarse nada, a no ser escondido en las albardas sudadas de sus viejos burros.
 Los más optimistas habían echado la tranca a sus puertas pensando regresar algún día. Y las mujeres habían guardado la llave grandota en el bolsón de lana del refajo, como quien oculta un delito.
Dentro quedaba el gato huidizo; y la cuna do la crianza; y la muñeca de trapo de la niña chica; y la bufadera del hermanín; y el puchero de barro de asar las castañas; y los cuentos gastados de la abuela...
¡Cuánto dolor tener que arrancar de un tirón la historia arraigada de la familia extensa!
Así las cosas, los más pudientes se marcharon a tierras lejanas donde tenían algún pariente con posibles. Pero los judíos más pobres se quedaron por allí, después de dejarse bautizar de mentira y recibir un apellido a tono con su oficio, modo de ser, apariencia física y así. De modo que se llamaron: Herrero, Trapero, Carpintero, Sastre, Zapatero, Tejedor, Carbonero, Guijarro, Arroyo, Lobo, Castaño, Sarmiento, Turrado, Feo, Calzón, y así.
Los judíos de Salamanca, se metieron en La Alberca y en los barrancos pizarrosos de las Hurdes.
Los de Ávila, fueron a ponerse bien en las dos laderas del Puerto del Pico, en Bohoyo, Arenas de san Pedro y así.
Los de Zamora, a la Sanabria y a la Raya con Portugal.
Los de León, a La Cabrera.
Los de Valladolid y Palencia, Carrión y Pisuerga arriba, para asentarse en La Liébana, Reinosa y Valdeón.
En fin: que todos buscaron algún poyato como hacen las reses montiscas después de un ojeo.
Todo esto hubiera sido más llevadero si en las alforjas de pellejo de cabra no hubieran ido, como dos corderillos recentales, Samuel y Saray, chupando el chupete de trapo anudado.
 Ezequiel, el padre, arrastraba del ronzal a su burra Agar. Y Raquel, la madre, agarrada al ataharre, llorando como un llamargo y mirando atrás donde quedaba su casa.
Los pudientes que se quedaron por allí les habían dicho:
– Id marchando; os alcanzaremos por el camino cuando arreglemos nuestros asuntos.
Pero lo cierto es que se quedaron donde estaban, dueños de lo propio y de lo ajeno y pasaron a llamarse Cristianos Nuevos. Pero bajo la túnica guardaban la Torá y bajo el solideo permanecía el Pentateuco entero.
Pero, en el secreto de las cocinas, celebraban la HALLÁTH u ofrenda de tortas de harina; y la BILKKURÍM u ofrenda de los primeros frutos. ¡Seguían siendo judíos desde las sandalias hasta el solideo!
Se llamaba Yemuel, pero le decían «Sinaí» porque, a la hora de tratar cualquier asunto recurría al testimonio del pasado diciendo: «Cuando andábamos por el Sinaí...».
Era un tipo alto y recio como una de esas viejas encinas que ocupan la entera soledad de la llanura. De pelo negro e hirsuto, y frente huida hacia atrás tal que un susto. Su nariz ganchuda le declaraba judío sin la menor duda, sin contar la continua recurrencia a las costumbres mosaicas.
Había crecido en el oficio de la fragua, y bien hecho estaba él a doblegar los hierros crudos con aquellas manos callosas y planas como trillos. Pero estas hechuras, casi descomunales, no le impedían ser un hombre bonachón, servicial y pacífico como un aguaduche, al que acudía el vecindario para resolver cualquier conflicto: «Que venga el ‘Sinaí’, y lo que él diga». Así es que llegaba Yemuel ‘el Sinaí’, se atusaba las barbas canosas y decía:
– Vamos a ver, hermanos: entre nosotros no puede haber diferencias. ¡Bastante tenemos ya con los enemigos de fuera!
Y enseguida se llegaba a un entendimiento entre los contendientes, ya fuera en materia de herencias, a causa de una linde, por culpa de un préstamo, o a la hora de cerrar un trato justo. Que no había más que hablar cuando Yemuel ‘el Sinaí’ pronunciaba su sentencia.
Luego ocurría que las gentes inclinaban la cabeza y le saludaban por las calles:
– ¡Buenos días nos dé Dios, don Yemuel! ¡Adiós, ‘don Sinaí’.
Que él les respondía levantando el solideo con la mano derecha, en un gesto reverencial.
El Pacificador no hacía ascos a tomar una jarra de vino de la tierra con Tobit, el sangrador, que también era judío, o con el párroco de la aldea mismamente, mientras charlaban amigablemente de los días en que corrían las liebres con los galgos o de las buenas prácticas de los Cristianos Nuevos. Que hasta Josua, el sacristán, tan hacendoso, tan reverente, tan rezador, era converso.
Pero el verdadero servicio del Pacificador a la comunidad judía era en el lecho de muerte de alguno de sus correligionarios. En este supremo trance era cuando el Pacificador ponía en práctica el más alto grado de su secreta y misteriosa misericordia: ¡ayudar a bien morir en la ley de Moisés!
Sucedía que, cuando el galeno salía del cuarto oscuro del enfermo, torciendo el gesto adusto y pronunciando la sentencia «nada se puede hacer», el cabeza de familia decía a uno de sus rapacines:
– ¡Vete a la fragua y que venga el Pacificador!
Era entonces cuando Yemuel ‘El Pacificador’ se echaba la capa por encima, se encasquetaba el solideo y tiraba calle abajo con la cabeza gacha y los ojos entornados como un viejo buey al que le pesa el yugo. Y su paso era solemne, casi procesional, como quien lleva sobre el pecho el Santo Viático. Que no respondía a los saludos de los chiquillos que apedreaban a los perros, ni saludaba a las ancianas que barrían el umbral de sus puertas con el baleo. En estas circunstancias Yemuel no estaba para nadie, absorto como iba en la gravedad de su misión. Ni siquiera levantaba los ojos al palomo que arrullaba de amor en el alero del tejado. ¡Cualquiera sabe qué murmullo de aguas subterráneas sollozaba en el hondón de su alma!
– ¡Paz a esta casa!, saludaba a los contritos familiares que aguardaban en la penumbra del portal terroso.
Luego mandaba salir a los presentes, con un gesto de su mano derecha, y se encerraba en la alcoba con el moribundo, que ya tenía un pie en el otro mundo. Y se ponía a recitar, en voz baja, aquella oración que había recitado el ciego Tobías, en el destierro, cuando el episodio del cabrito que habían regalado a su mujer Ana:
«Tú eres justo, Señor,
y justas son todas tus obras.
Misericordia y verdad
son todos tus caminos.
Tú eres el Juez del Universo...
Acuérdate de mi, Señor,
y no me condenes por mis pecados.
No hemos cumplido tus mandatos,
y no hemos caminado en la verdad
delante de ti...
Ordena que reciban mi vida
para que yo me disuelva
sobre la faz de la tierra,
porque más vale morir que vivir...
Déjame partir al lugar eterno,
y no apartes tu rostro de mi».
 Y se oía la respiración del moribundo como el borbolleo de una olla que se retira del fuego: más lento, más desganado, más lejano, más frío...
Desde el mudo pasillo alargado se oían las palabras de consuelo del Pacificador como el murmullo lejano de un arroyo bajo la hojarasca del bosquío. Y los niños se aferraban silenciosos a las ropas oscuras de sus madres. ¿Qué negocio secreto andaría resolviendo el abuelo con el Pacificador, para que las personas mayores no le quitaran ojo a la puerta cerrada del fondo, que hasta el gato negro, sentado sobre sus patas traseras, permanecía inmóvil como preparando el salto mortal sobre alguna sabandija invisible? Era como si todas las respiraciones contenidas esperaran el desenlace de un cuento macabro; como cuando el vecindario, en tiempo de trilla, mira al cielo esperando que pase el nublo; como cuando un ratón, desde detrás de una cómoda, ve acercarse la sombra del gato. Y se oía el corazón de todos como el péndulo de un reloj de pared.
El Pacificador, con tono solemne, aunque atragantado, comenzó la recitación del salmo 6:
«Yahvéh, no me corrijas en tu cólera,
en tu furor no me castigues.
Tenme piedad, Yahvéh, que estoy sin fuerzas,
sáname, que mis huesos están desmoronados,
desmoronada totalmente mi alma.
Estoy extenuado de gemir,
baño mi lecho cada noche,
inundo de lágrimas mi cama,
he envejecido entre opresores.
Apartaos de mi todos los malvados,
pues Yahvéh ha oído mi súplica,
Yahvéh acoge mi oración».
El bebedizo había ido haciendo su efecto narcótico, y el enfermo había entrado en un estado de cierta somnolencia. Era ahora cuando Yemuel ‘El Pacificador’ iba masajeando con despacio el cuello venoso del moribundo. Y le acariciaba la nuez afilada con aquellos dedos largos y duros como garfios.
Cuando el moribundo había llegado a cierta paz de espíritu y su respiración se había hecho calma como una laguna somera, el Pacificador se sentaba a horcajadas sobre el pecho del moribundo, aferraba las tenazas de sus dos manos a la garganta del enfermo, y, ¡zas!: de un retortijón seco y certero el abuelo había dejado de respirar. Había pasado a mejor vida.
Fuera, en el pasillo de tierra batida, se oía el silencio, como cuando se detienen los cangilones de una noria. Todo se había consumado.
Ahora El Pacificador componía la colcha revuelta, se atusaba la pelambrera alborotada, se sacudía la túnica desabrochada, recogía sus trastos, y salía al pasillo, reconducida su habitual dignidad y solemne compostura.
– ¡Se ha quedado como un gorrioncillo, lo mismo que una criatura recién amamantada! ¡Ya está en el Seno de Abraham!
¡Descanse en paz!
Mientras se avisaba al sacerdote para hacerle. la Recomendación del Alma, según el Ritual cristiano («Libera, Domine, servum tuum...»), El Pacificador regresaba a su fragua, calle arriba, con la mano derecha sobre el corazón, como quien ha hecho un servicio a Dios y al prójimo.
Los palomos del alero seguían gimoteando de amor y devoción. Y las campanas de la espadaña de la iglesia, la grande y la chica, doblaban a muerto. Y en las callejas empinadas, como siempre:
– ¡Buenas tardes, Yemuel! ¡Adiós, Pacificador!
Pero aquella noche, el potaje de arvejos quedó sin probar sobre la mesa.

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