Yogures y perdices

José Ignacio García comenta el libro de Marta Jiménez Serrano, 'No todo el mundo'

José Ignacio García
08/07/2023
 Actualizado a 08/07/2023
La autora de ‘No todo el mundo’, Marta Jiménez Serrano. | L.N.C.
La autora de ‘No todo el mundo’, Marta Jiménez Serrano. | L.N.C.
‘No todo el mundo’
Marta Jiménez Serrano
Editorial Sexto Piso
Narrativa breve
212 páginas
18’90 euros

Contrariamente a su costumbre, y más tratándose de un libro de relatos, uno empieza el libro por donde se suele. Es decir, por el principio. Y se encuentra con un título que le hace fruncir el ceño. “Tenemos que dejarlo”, reza el relato inaugural. Y uno sigue con el ceño fruncido y con la mosca detrás de la oreja (literalmente). Ya empezamos, masculla, y se teme que ese epígrafe sea premonitorio, y que el libro se le caiga de las manos antes de llegar al primer beso o al primer crimen, porque no tiene ni idea todavía de lo que van los relatos ni con lo que se va a encontrar, porque en la contraportada ha visto que hay varias opiniones sobre el libro y no ha querido leerlas, por si las moscas (las precautorias), no sea que al final el libro lo enganche y se decida a escribir sobre él.

Y no quiere contaminarse con juicios ajenos.

Y hace bien.

Porque le bastan un par de páginas (a lo sumo) para intuir que este libro le va a cautivar, no como le cautivaron hace un par de años 'Los nombres propios', porque aquella era una novela y era la primera vez que leía a Marta Jiménez Serrano, y ahora ya la conoce y se acuerda de ella y de su estilo nada más empezar a leer. Pero también se siente atrapado, porque la forma de narrar de Marta, directa y ambiental al mismo tiempo, actual y trepidante en cada frase, en cada párrafo, lo encadenan a la lectura y no puede darse un respiro ni para coger aire.

Ni siquiera puede apartar los ojos de las páginas para agarrar el matamoscas y tratar de intimidar al díptero que ha abandonado la parte trasera de su oreja para posarse en la punta de la nariz. Y mira que odia uno que algo o alguien le toque las narices.

Uno consigue espantar a la mosca con la mano sin pestañear, sin colarse de línea, sin perder el ritmo de la narración. Sin salirse del contexto. Y suspira aliviado. Marta Jiménez Serrano tiene una forma muy personal de narrar -lo aprecia uno en este cuento y volverá a apreciarlo, sobre todo (pero él todavía no lo sabe), en el último, que, por cierto, también es mucho más extenso que la otra docena que compone la colección-, una forma de expresarse que no le recuerda a nadie que haya leído, lo que la hace original, y a la vez deslumbrante.

Uno avanza en la lectura del primer cuento y descubre que en lo que no es original la autora es en la temática que madura el racimo de relatos. Todos (uno lo ira descubriendo conforme lee) van de amores y de desamores. Y de lo que el amor y el desamor acarrean y provocan. La confianza y los celos, la seguridad y la angustia, la euforia y la vergüenza, el miedo y la esperanza, la fidelidad y el experimento.

Pero Marta es una fotógrafa de realidades que encañona las escenas desde ángulos que para muchos resultarían inimaginables, y eso hace que en su literatura lo habitual, lo cotidiano, lo sencillo, se convierta en extraordinario. En la mayoría de los relatos le muestra a uno el punto de vista de los contendientes que protagonizan la refriega desde su particular manera de entender y afrontar la situación, y en los que no es así, da voz a amigos o familiares para que aporten su valoración, e incluso en alguno convertirá a ese lector agobiado por las moscas en consultor de parejas para que aporte su consejo, por otra parte infructuoso, ya que nadie lo va a escribir en el cuento ni le va a hacer caso.

Marta Jiménez Serrano juega a confundirle a uno, que no sabe si una pareja tiene que dejar el tabaco o tiene que dejarse entre sí. Y si lo hace, cómo (por ejemplo) puede dividir un libro con el que ambos quieren quedarse o cómo pueden saber si el último beso largo con lengua que se dan es el último beso largo con lengua que se darán en su vida. En otros casos muestra a los ex de los púgiles que se pelean en la palestra del romance, y nos revela las consecuencias. Pero no se corta con la edad y nos regala entrañables madres y abuelas setentonas que bordan la paella dominical, pero que la cocinan sin laurel, porque los laureles los reverdecen después, gracias a filmín o a Filmin. O nos muestran a directores de cine cincuentones cautelosos y a veinteañeras inconscientes que desconocen que los alardes públicos de felicidad raramente son beneficiosos. O nos plasma, cuajados de espinillas y testosterona, a adolescentes pajilleros a los que les importan un pimiento los cuentos chinos. O a mujeres recién paridas que ven fantasmas depresivos incluso en las facturas de los pañales. O a parejas escépticas que terminan comprobando que no tienen alergia a los gatos. O a locutores radiofónicos y a arquitectas que comprenden que se aman escuchando la voz del uno por la radio o visualizando conferencias de la otra por streaming. O a cuarentonas que afrontan el amor con un corazón y una ingenuidad juveniles. O a mujeres mucho menos añosas que sus novios o sus maridos, que temen que el corazón (el de ellos) se detenga para siempre, unas veces por exceso de sexo y otras porque su amor le tiene pánico a la soledad.

La autora lo mismo se cuelga de un ‹‹sin embargo›› que encadena frases atiborradas de palabras que empiezan por ‹‹FR›› o por ‹‹CL››, para cuajar historias que son un prodigio lingüístico y argumental, aderezado de una ‹‹fragorosa claridad›› narrativa. Un artilugio creativo al que no pueden ponérsele ‹‹peros›› ni ‹‹sin embargos››.

La galería de situaciones es amplia, para todos los gustos y todas las edades. Hay sensibilidad, ternura, humor, ironía, un punto de dramatismo, bastantes conflictos y una pizca de erotismo, pero ni siquiera cuando salpica el esperma ni se humedecen las sábanas ni se queda una protagonista temiendo en qué coño estará pensando su chorbo, suena guarra ni desaseada la escena.

A uno, igual, se le habría ocurrido alguna relación de amor no presente en este batiburrillo de sentimientos, interacciones y arrumacos. Pero, a buen seguro, no se le hubieran pasado por la minerva muchas de las que la autora aboceta, y, ni de lejos, las hubiera referido de una manera tan atrayente.

Ah, a uno se le olvidaba añadir que hay varios yogures (literales) en estos relatos. Unos dulces, otros más ácidos, algunos con cereales, y la mayoría de ellos, aunque no sean para nada descremados, con fecha de caducidad. Pero también hay perdices. Los personajes -y con eso uno no pretende destripar ningún desenlace- se las comerán al final del libro. Uno, que es un ansioso de la buena literatura, se ha empachado, sin hartarse, de las que se ha zampado en cada relato.

José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
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