El ‘Monumento homanaje a León y sus gentes’ era una gran escultura, pero también una fuente donde los pajarillos detenían los vuelos para saciar su sed. A la luna, allí, en horario nocturno, le gustaba dejar que sus brillos de plata se fundieran en el agua, mientras que el sol, madrugando para cumplir con su turno de mañana y tarde, se iba ocupando de recargar la luz de las estrellas. Había también, al frente, una voluminosa cruz hecha con hebras metálicas, descansando justo encima de una cartela que incluía en su piel los siguientes versos del poeta Fernán González (910-970): «¿Commo se nos oviera / todo esto d’olvidar? / Lo que ellos ovieron / a nos es d’heredar / veniendo a nos en miente, / nos podremos errar (¿Cómo se nos habría todo esto de olvidar? Lo que ellos tuvieron debémoslo heredar; si recordamos esto, no podremos errar)». En la retaguardia de esta obra, destacaban tres largas «frases cerámicas» que, entre símbolos y dibujos un tanto abstractos, cobijaban, allí, unos versos del poeta Victoriano Crémer. Todo ello, en honor a la verdad, servía para homenajear a León y sus gentes.
Con el tiempo, las estrellas fueron perdiendo sus puntas, su luz y su norte. El óxido de la cruz, escurriéndose ladera abajo, logró alcanzar el espejo del agua para salpicarlo con el color de su sangre, y hasta las abstracciones del sol y de la lluvia (dos de los elementos reconocibles en lo que yo he denominado «frases cerámicas») se fueron convirtiendo en un claro borrón sin gracia. Perdonadme. Lo explico así, lentamente, para que el dolor de la muerte sea menos gravoso: esta monumental obra, del reconocido y laureado vidrierista, pintor y escultor, Luis A. García Zurdo, realizada en el año 1974, fue retirada de muy malos modos para realizar, en su lugar, el aparcamiento existente hoy día en el lateral derecho del Conservatorio de Música. Una real injusticia artística, ¿a cambio de qué? ¿Por qué no se restauró y/o se ubicó en otra zona? Una desgracia perder, en León, todo un ejemplo escultórico del consagrado maestro García Zurdo (León, 1932–San Feliz de Torío, 2020).
Díez Rollán, puro surrealismo
En Boñar, la villa más guapa, nació Manuel Díez Rollán en 1924. Por ese motivo, por la cercanía a la cuna que meció mi madre con sus armónicas nanas en mis oídos, y por algo más que iré explicando, me propuse resucitar con mis palabras a este artista que murió en el mayor de los olvidos en el año 2009. Y eso, a mi entender, no es justo porque, como dijo su viuda Marisol en su momento, «Manolo fue un Quijote, un caballero andante» que anduvo de acá para allá, pero siempre que podía regresaba a la sombra del viejo negrillón de su pueblo y no se escondía a la hora de difundir su amor por León, su querida tierra.
Manuel, a lo largo de su vida, tuvo muchos oficios: empleado en una fundición de Alemania, escenógrafo teatral en Berlín y en Hannover, montador de obras teatrales en diversos puntos y ciudades o, en fin, pintor y escultor. Amigo de Picasso, Miró y Dalí, a nadie le va a extrañar que diga que bebió en las fuentes más puras del surrealismo patrio (lo adelanto para ir entendiendo, y respetando, una miaja al ver su ‘Familia’, en la calle Burgo Nuevo). Y junto al gran genio de Cadaqués, Manuel colaboró en varias obras, especialmente en una de ellas: ‘El Cristo yacente o de desechos’. Una obra realizada con ramas, piedras, cañerías, tejas, una barca destartalada (que les sirvió de abdomen para el Cristo) y enseres diversos de la vida cotidiana de los hombres, que el agua de la lluvia, un día de fuerte tormenta en Cadaqués, arrastró ladera abajo y que más tarde devolvió el mar a la playa. Doce metros tenía aquel Cristo realizado con múltiples desechos, sí, por no decir basura, que Dalí «montó y recostó» en su particular olivar con la inestimable ayuda artística de Manuel Díez Rollán. «Un día –dijo el genio catalán– este Cristo volverá a la tierra, como nosotros, muy lentamente. Polvo eres y en polvo te convertirás». Y todo porque no pensaba retocarle en su vida. La Naturaleza, que es muy sabia, se encargaría de ello a su manera. Una extravagante genialidad, nada difícil de entender.
‘La familia’
Me agrada, no lo voy a negar, que León cuente con este conjunto monumental, realizado por Manuel Díez Rollán en 1992. Un claro ejemplo de la realidad más onírica e irracional que el autor, aquí, resolvió, a mi entender, de forma tan sencilla como espectacular. Son volúmenes geométricos, paralelepípedos, hechos con chapa de acero corten y salpicados por diversos cilindros y ovoides, del mismo material, que resuelven a la perfección la incógnita de aquello que los ojos al mirar ven, sin ningún tipo de duda: una familia compuesta por tres miembros. Sobresaliente. Guste o no esta obra, lo cierto es que estamos ante una grandilocuente y diferente forma de expresión artística en el centro de León (calle Burgo Nuevo). Y eso, con todos mis respetos y parabienes, se ha de valorar en grado superlativo.
‘Homenaje al negrillón de boñar’
Ya lo adelanté pero, por si hubiera alguna duda al respecto, añado que, con esta escultura, de 1994, Manuel Díez Rollán dejó bien claro el lugar de su nacimiento y el amor que profesaba a uno de los símbolos más preciados de aquella villa: el negrillón. Un olmo de más de 600 años, registrado por primera vez por el párroco don Suero Alonso en 1574, y destruido por la enfermedad de la grafiosis en los años 90 del siglo pasado. Una pena que aquel arbolón haya pasado a mejor gloria y una pena que su escultura homenaje, en León, esté rodeada por las ramas de otros árboles, asfixiada, a pesar de que ella, la silueta del negrillón –así lo veo–, parece auparse por encima de su pedestal de rocas y levantar las ramas (los brazos) hasta tocar el cielo para, solicitando auxilio, poder… respirar.
La escultura ‘Homenaje al negrillón de Boñar’ pasa totalmente desapercibida por estar anclada justo detrás «de un bosque/urinario». Tal vez, por eso, hay que indicar que se encuentra en tierra verde, sí, pero al lado del duro asfalto (por no decir del olvido) de una de las aceras que define la calle Padre Javier de Valladolid, aquel capuchino que desde las ondas radiofónicas deseaba «paz y bien».
Un dúo la mar de creativo
Sería injusto por mi parte no traer a la orilla de este camino escultórico a José Antonio Juárez Seoane (León, 1966) y a Jesús Ramón Palmero Alonso (Astorga, 1969); Juárez & Palmero, desde 1991 hasta 2009. Dos cabezas con ideas muy creativas y cuatro manos, superando, siempre, ese egoísmo propio del «yo» personal, sustituyéndolo por el algoritmo «mejor lo desarrollamos juntos». Y, mientras duró la unión, lo hicieron tan bien como variadas fueron sus incursiones plásticas, aprovechando los conocimientos de cada cual: los de Juárez, adquiridos en la Facultad de Bellas Artes de Salamanca, donde se especializó en Pintura, y los de Palmero, tras su paso por la Facultad de Bellas Artes de Madrid, en la especialidad de Escultura. Pintura y escultura, sí, pero también dibujo, grabado, vídeo, cine… Montajes de instalaciones espectaculares y emergentes, valientes y arriesgadas. Ellos, con sus obras de riguroso arte contemporáneo, salieron antes al ruedo, mucho antes –y hay que decirlo muy alto– de que, por las distintas salas en sol y en sombra del Musac, se pudieran escuchar esos «¡olés! al admirar las propuestas museísticas. Juárez & Palmero rompieron moldes al utilizar materiales y útiles tan diversos como sorprendentes: esmalte de aluminio, policarbonato, fibra de vidrio, andamios, carretillas, pantallas de tv., cables, focos y un largo etcétera. Y por todo ello recibieron diversos premios, de los cuales, yo, destaco dos: el Fray Luis de León de Pintura (2000) y el de Caja España de Escultura (2001).
‘Atrapar el paisaje’ (1998)
Como bien se puede entender, me detengo en esta creación escultórica, situada en la zona abierta al público de la estación del tren, en León, justo en su parte posterior. Se trata de ochenta y una balizas de hierro, sobre las que se sitúan otras tantas cámaras fotográficas fundidas en aluminio, «enfocando», eso sí, al norte. Un recuerdo escultórico de lo que Juárez & Palmero hicieron en ‘El Apeadero’ de Bercianos del Real Camino: una videoinstalación y una acción fotográfica. Un ‘performance’ en el que intervinieron varias personas fotografiando el paisaje circundante al mismo tiempo y en el que dos cámaras, situadas en dirección norte y sur, estuvieron grabando el paso del tren durante toda la jornada. El resultado fue asombroso: un espacio donde la visión real no coincidía o aparecía a los ojos del espectador de forma muy distinta a la realidad artística.
La escultura ‘Atrapar el paisaje’ puede gustar o no, pero a nadie le va a dejar indiferente si, al rodearla, la persona se pregunta por qué ochenta y una cámaras fotográficas, alineadas en formación militar, permanecen estáticas haga frío o calor; llueva, nieve o un fuerte viento del norte susurre consignas de derribar al más débil. Ellas, allí, siempre se encuentran en posición de… (re)vista.