“La literatura en torno a Madrid se está agotando”

Óscar García Sierra presenta ‘Facendera’, la novela sobre el León rural que se ha colado en las listas de los mejores libros de 2022

Clara Nuño
30/01/2023
 Actualizado a 30/01/2023
El autor, Óscar García Sierra | FELIPE HERNÁNDEZ
El autor, Óscar García Sierra | FELIPE HERNÁNDEZ
Cualquiera que sea de un pueblo de meseta sabe que, si te sale un corzo o un jabalí a mitad de carretera, es mejor embestir que tratar de esquivarlo. Las posibilidades de que los ocupantes del vehículo salgan ilesos son mayores, aunque se estrace el coche. Es mejor eso que dejarse la vida pegada en el quitamiedos de una curva vieja. Un trozo de sabiduría popular que conoce bien el narrador de Facendera (Anagrama, 2022), pero que desoye o ignora uno de sus personajes, el hijo de la farmacéutica, y le ocurre lo que pasa con los jóvenes no tan jóvenes en todas las aldeas de vez en cuando, cada cierto tiempo; que se mata. Y la gente se acuerda y la historia queda grabada en la memoria común del municipio, porque son pocos y se conocen y las tragedias individuales se tornan colectivas en los lugares en los que nunca pasa nada.

Ese recuerdo, el de la vida de los otros, es la premisa de la novela debut de Óscar García Sierra (León, 1994), una colección de rumores clásicos de lugar chico que el narrador teje y desteje a su antojo como una gran tela de araña en la que él, casi sin darse cuenta, se convierte en la mosca.

“Quería hablar de la mentira como motor narrativo”, cuenta el leonés en una entrevista con La Nueva Crónica, “el libro nace de un puñado de fragmentos de otras historias que tenía sueltas, algunas verídicas, otras inventadas, y párrafos sueltos de descripciones, anotaciones, ideas… Para unirlas se me ocurrió utilizar el mecanismo que las mentiras y las fábulas”, explica. Por eso, su narrador encarna la tradicional figura del cuentacuentos, un trovador adaptado al momento actual cuya premisa es la misma que hay bajo todos los relatos: la seducción del receptor. En este caso, una mujer.

El escenario es un episodio habitual de la noche madrileña: una fiesta en un piso de Malasaña rebosante de amigos y conocidos que beben, fuman, bailan y se drogan en el salón. Mientras tanto, en un rincón, chico conoce a chica y comienza a contarle anécdotas de su pueblo, en la cuenca minera leonesa. “Escogí Madrid como podía haber escogido cualquier otra ciudad”, apunta García, que vive en la capital, “Quería hablar de la distancia, de la contraposición entre la ciudad grande y la aldea pequeña”, comenta.

La narración, entonces, oscila entre un lugar sin nombre aledaño a León -que se parece mucho a La Robla- y el suelo de la cocina donde ambos están sentados cada vez que ella, Aguedita, interrumpe con preguntas el relato que la tiene absorta. Así, Aguedita y el lector son transportados a un espacio liminal donde los personajes no se llaman Julio, Juan o Lucía sino ‘La hija del de los piensos’, ‘El hijo de la farmacéutica’ o ‘El último minero’. Motes que se repiten como nombres propios.

“La primera vez que lo leyeron, mis amigos me preguntaron, ¿realmente vas a poner La hija del de los piensos en cada frase?”, ríe, “pero yo tenía claro que quería despersonalizar a los sujetos. Sobre todo, porque creo que poner un artículo delante de cualquier cosa o generar un apodo es un lugar común de los pueblos”, argumenta el también filólogo para decir que le gustaba la cadencia que generaban como mecanismo narrativo.

Algo similar ocurre con el entorno físico que, a pesar de contar con una geografía clara e identificable, se resiste a ser nombrado. “Por supuesto que está basado en La Robla, al menos lo de la central”, confirma García tras explicar que el pueblo no existe como tal, sino que es una mezcolanza de rasgos de distintos municipios colindantes. “Podría generalizarse a Villablino o cualquier localidad leonesa con esas características”, asegura. La idea era esbozar el retrato de una región, la suya.

La decadencia de los no-lugares


La inminente demolición de la central térmica que fue el sustento del municipio entero es el telón de fondo de la trama. Una estampa corriente en el norte de España. Minas que cierran, patrimonio industrial que desaparece, localidades que se agostan mientras crecen los carteles de ‘Se vende’. “Nuestra generación -la de los nacidos en los 90- no ha llegado a ver las minas abiertas, pero sí las consecuencias de su cierre y progresiva desaparición”, observa García.En las últimas décadas, el cierre de centrales o la demolición de sus torres han sido los protagonistas de las noticias locales de Castilla y León. Varios ejemplos recientes son la de la ya mencionada Robla, la de Velilla del Río Carrión en Palencia o el próximo derribo de las Torres de Compostilla en Cubillos del Sil (León).Eventos que han marcado la vida de los vecinos. Aún lo hacen.“Creo que un relato puro sobre la demolición tendría menos interés que algo que esté en el ambiente y vaya surgiendo y creciendo en los comentarios de los personajes”, opina García, que hace del entorno ominoso un reflejo de los sentimientos de sus protagonistas. “Además, el narrador también utiliza la probable demolición para ligar con la chavala, como haría cualquiera”, ríe el autor que casi pudo ver la real con sus propios ojos. “La tiraron abajo una semana antes de que sepublicara el libro, yo pensaba que tardarían al menos un año todavía”, recuerda mientras reflexiona sobre cómo afecta la modificación del paisaje a las personas. “A las semanas te acostumbras, como con todo, pero la primera vez que lo ves vacío se te erizan los pelos”, afirma. Narrarse desde la periferiaLo más llamativo de esta novela hiperlocal quizá sea el uso del lenguaje. La aparición del llionés que salpica, a trozos, toda la narración con su rastro en el habla de los autóctonos y las constantes preguntas de carácter gramatical lanzadas por Aguedita. “Es una reivindicación indirecta, pero sí, quería recoger todo el ambiente leonés o asturiano, por lo que el idioma tenía que aparecer de alguna forma”, reconoce para matizar que debía hacerlo de modo que no fuera “excesivo”. “En mi zona lo que hay es un llionés a nivel léxico, porque a nivel gramatical existen pocas cosas que hayan perdurado. Está muy mezclado con el castellano”, desarrolla.De este modo, la de García Sierra se une, en forma y fondo, a una serie de obras que se han publicado en los últimos años, como si de un boom generacional se tratase, con la mirada puesta en la raíz, en el pueblo del que en principio se huye. A saber, Feria de Ana Iris Simón (Círculo de Tiza, 2020), Panza de Burro de Andrea Abreu (Editorial Barret, 2020) o el descomunal Canto yo y la montaña baila -en catalán- de Irene Solà (Anagrama, 2019).“Tengo la impresión de que el tema madrileño está agotado”, comenta al respecto, “a mi modo de ver, todas las cosas que yo pensaba que podían tener cierto interés eran temas que tenían más que ver con el pueblo, o con la contraposición de la que hablábamos antes”, opina para agregar que si hubiera tratado la trama desde Madrid no hubiese podido explorar tanto ni sacar tantos temas secundarios. “Creo que hay interés por tema rural y hartura por el otro rollo”, zanja.Ansiolíticos para soportar la vida Los llaman ladrillos, aunque en el resto del mundo se conocen como ansiolíticos. Y trafican con ellos porque nadie quiere que lo vean yendo a un médico de la cabeza. Así que se pasan de contrabando entre el miedo, el deseo y la culpa. Mientras tanto, la ansiedad se los come vivos.

“Era una cuestión que tenía claro que quería tratar mucho antes de haber decidido cuál sería la trama”, asegura, “cuando era más pequeño y volvía al pueblo en verano o navidades siempre había más gente que los estaba tomando. Eso o las pastillas para dormir”, añade. “Es algo que está ahí y cada vez se va naturalizando más, aunque la vergüenza y el miedo al qué dirán no se va del todo”, prosigue.

El cambiar de nombre al medicamento viene, como ya parece ser un rasgo de estilo, por una cuestión léxica. Se trata de un entorno industrial, por tanto, el vocabulario va a juego. “Mi padre es camionero y cuando era pequeño transportaba ladrillos, así que me parecía muy poético”, completa mientras se defiende, con guasa, asegurando que el término no es de cosecha propia. “No debe ser muy popular porque no he visto a nadie que lo conociera, pero en foros de internet sí que está”, declara entre risas.

Esos ladrillos que abrillantan miradas y ojeras tienen muchas causas, la más común es la de la frustración de expectativas sobre temas corrientes. Uno de ellos es el mito de los estudios como ascensor social. En aquel pueblo sin nombre, los padres que no han podido estudiar quieren evitar que los hijos queden atorados en ‘trabajos de mierda’ y se vayan a la universidad como si esta fuera un pasaporte a otra vida. “Los míos no, pero los padres de algunos amigos sí tienen estudios, aunque no llegan ni a la mitad los que han ido”, reflexiona García.

Por eso, quizá, su narrador sea un mal estudiante desencantado que, para ahuyentar sus miedos, decide contarse una historia. Una suerte de teléfono escacharrado cuyo punto de partida no se desvelará del todo hasta las últimas páginas. Mientras tanto, el lector deberá dejarse llevar y creer en aquello de que por el mar corren las liebres y, por el monte, las sardinas.
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