Alguno de mis mejores amigos y amigas son homosexuales: estremece tener que decirlo en pleno 2018 —el Año de la Igualdad, espero—, y saber que voy a ser mirado como un raro, un pervertido, quizás un pecador a ojos de personas tan piadosas que su caridad para condenar a los demás es infinita.
El viernes pasado asistí —con mis hijas adolescentes, Sandra y Alicia, como “madrinas de boda”— al matrimonio civil de mis dos amigos del alma, Jose y Manuel, que después de treinta años de convivencia y respeto mutuo han tenido la generosidad de compartir con nosotros, una vez más, su felicidad y su amor. Fue nuestra primera boda gay.
Como todos ustedes, he asistido a muchas bodas heterosexuales, incluyendo mis cuatro o cinco casamientos: unas de lujo, otras baratas, unas queridas, otras de compromiso; pero nunca me habían invitado a una boda en pecado mortal. Me sorprende haber llegado tan hetero a la edad en la que Renfe te da la tarjeta dorada, a pesar de los esfuerzos de Zapatero por normalizar en la vida pública y en las leyes lo que es normal, sano y gozoso en la vida privada de millones de personas.
Para llegar a esta normalidad, el camino de mi generación no ha sido fácil; pero también puedo empatizar con el aprendizaje, mucho más duro aún, de nuestros padres y madres en tiempos de posguerra, de hambre y miseria. Sus fotos de los años treinta, embellecidas por el paso del tiempo, ocultan un mundo de silencios y represión sexual, política y religiosa.
Muy diferente a la de mis hijas, mi generación todavía creció bajo la mirada de la Inquisición: pecado, castigo, represión, represión, pecado, castigo. Todo prohibido: mirar, tocarse, hablar de sexo, sentir, sentir placer, sentir la vida. Masturbarse, una tara terrible, te vas a quedar ciego, o aún peor, calvo; ¡venga!, todos rápido a confesarse y arrepentirse… ¿de qué?
El camino no fue fácil: crecimos en la ignorancia, en la desinformación y en la mentira. Ni un libro, ni una lámina, ni una orientación educativa ni un consejo; y siempre la amenaza y el miedo, la condena al fuego eterno: “Cada eyaculación derramada asesina a diez mil niños, uno por cada espermatozoide”, vociferaba el padre Parafita en las clases de COU, en 1974. Es mi pequeña verdad y mi recuerdo.
Si esto nos pasaba a los chicos y chicas “normales”, podemos imaginar el sufrimiento íntimo de los “raritos” (que una chica fuera “rarita”, era entonces impensable): chistes, burlas, desprecios, ofensas, todo en nombre de la pureza virginal de los lirios. Si mi camino no ha sido fácil, el calvario de ellos y ellas por ser quienes son, por aceptarse y ser aceptados, merece ser declarado Patrimonio Espiritual de la Humanidad.
Las mentiras se derrumbaron como un castillo de naipes cuando empecé a leer por mi cuenta: la Inquisición y la Cultura nunca se han llevado bien. Hacia 1973 —yo tenía 15 años—, percibí que existía una cosa llamada homosexualidad, de la que no podía hablarse. Una cosa oculta y vergonzosa, reservada a actores, comunistas, noctámbulos del Bodegón y poetas; entre ellos conocí a un hombre apuesto, de exquisita sensibilidad, diez años mayor que yo. Tal vez se llamaba P. y me enseñó a leer poesía: han pasado cuarenta años y aún debo ocultar su nombre. Como si hubiera algo de qué avergonzarse, cuando es una de las páginas más hermosas de mi vida: conservo sus libros de poesía dedicados y la serena paz de su mirada. Todo tan prohibido.
Cuando llegué a la universidad, dejé atrás de un plumazo el olor a pis y naftalina del confesionario y descubrí la libertad, una buena amiga que desde entonces me acompaña. Del brazo de la libertad, conocí a gays maravillosos, escondidos en el armario, obligados y obligadas a llevar una doble vida. Homosexuales, sí: quiero decir, personas maravillosas —Nano, Lola, Rafa, Sara, Miguel…—, que han conquistado su derecho a ser quienes son. Me honra haber sido su confidente en las horas bajas y haber sabido callar su amor verdadero durante décadas, porque no se podía decir en casa, ¡a tu propia familia!, ni en clase ni en el gimnasio ni en la playa. ¡Cuánto sufrimiento inútil! ¡Cuánto cotilleo estúpido! ¡Cuánta soberbia de personas y doctrinas que se creen superiores y desprecian cuanto ignoran!
La vida me fue regalando el amor y la compañía de gays y lesbianas cada día un poquito más valientes, y juntos fuimos saliendo poco a poco de nuestros armarios: créanme que no ha sido fácil. Chis Oliveira, que ya en la facultad de Filosofía leía a la Simona (Simone de Beauvoir, El segundo sexo), fue siempre un paso por delante, y sigue yendo de primera en la lucha por la igualdad. Ella hizo natural la amistad con Orlando, nuestro Oscar Wilde, o con Isis, nuestra Nina Hagen; y con todas las locas intensas y arrebatadas, bi-, trans- y pluriperfectas, que tanto cariño, calor y color nos han regalado. Juntas aprendimos a aceptarnos sin preguntas y a querernos sin respuestas.
El camino no ha sido en vano: cuando veo cómo mis hijas conviven con naturalidad con sus amigos y amigas gays, siento que lo hemos hecho muy bien, que hemos doblado el pulso a la Inquisición, y sé que el amor va ganando esta batalla. El amor de Jose y Manuel, y su mirada limpia que abraza y acepta: tal como son, tal como somos. Orgullosos y felices de que vuestra luz ilumine nuestras vidas. ¡Larga vida al amor! ¡Arriba las ramas!
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