Ayer, sobre el banco del parque alguien dejó una gomita de espuma de color rosa, de esas que las niñas utilizan para recogerse el pelo. Parecía una rosquilla de fresa esponjosa porque había llovido y estaba empapada de agua. Como tantas veces me ocurre, esa imagen produjo un chispazo y me trajo a la cabeza la de una niña vendiendo gomitas de pelo en un metro de Buenos Aires, a la que yo solo conocí mentalmente. Solo fue una escena leída que, por algún motivo, me quedó grabada en la mente.
Al llegar a casa, lo primero que hice fue buscar a la niña del metro. Tarea fácil porque sabía por dónde andaba. La encontré en la voz de Leila Guerriero, vendiendo gomitas una noche de julio, en La Píldora titulada Zombis. Esa es una de las maravillas de la escritura, que sabes dónde encontrar a la gente dibujada con letras, volver a leerla y poder rescatar a la niña del metro, que la noche resulta muy grande y la oscuridad pesa mucho para tan solo ocho años. En ese texto Leila recuerda lo difícil que fue su llegada a Buenos Aires, cómo se enfrentó a cosas tan sencillas como manejar un paraguas entre miles y acabó acostumbrándose a lo que en un principio eran dudas. Cómo libraba pequeñas batallas conquistando saberes y alargó trayectos, hasta enterarse de que los autobuses tenían un timbre en la parte trasera, que había que tocar para que el conductor parase. O se pegaba, a modo parásito, a un peatón cualquiera hasta que supo accionar un semáforo para cruzar la calle. Y también aprendió a dejar la gomita de pelo sobre el asiento, antes de apearse, como forma de decirle a la pequeña que no le interesaba la compra. Y se pregunta Leila en qué momento de todo ese aprendizaje de cosas simples y cándidas, llegó a desarrollar la «personalidad zombi que me permite dejar atrás a una nena de ocho años que vende gomitas para el pelo a las once de la noche y, sin desazón alguna, caminar muy tranquila hasta mi casa.» Ahí, en el remate, respiras. Leila despierta, recuerda que es humana y echa en falta su empatía porque no es la goma del pelo lo abandonado en el asiento. Es la niña. Es la infancia pobre viajando sola en metro a través de la noche lo que dejó tras ella.
Ahora sé por qué me quedó tan grabada esta historia. Los Zombis de Leila son la metáfora perfecta del mundo en que estamos. Vamos aprendiéndolo por imitación, a golpe de TikTok. El vecino no existe, solo es esa sombra que a veces te quita el ascensor. Una sociedad cada vez más absurda, cómoda y superflua en la que cruzamos la calle si la cruzan muchos. Cómo y cuándo ingerimos tanta anestesia para ver lo que vemos sin mover un dedo. En qué momento nos deshumanizamos de esta manera y pasamos de ser aprendices de todo a convertir en rutina y ver normal hasta un genocidio. La respuesta es sencilla. No lo vemos normal. Simplemente, no lo vemos. Lo humano se nos ha hecho invisible.
Esta semana, como cada 10 de octubre, se celebró el Día Mundial de la Salud Mental, para concienciarnos de la importancia de este tema, que nunca se tuvo en cuenta, ni se tendrá, hasta que no se considere pandemia, si es que no lo es ya. El tema de este año es la salud mental en el trabajo, buscando entornos seguros y saludables y alertando de los eternos estigmas de la discriminación y acoso. Está bien centrarlo en un tema, aunque la salud mental duerme y se levanta contigo. Los problemas laborales van para casa y los de tu entorno social, hacen tu misma jornada laboral. La salud mental no nace del frío ni se infecta, brota de la familia, amigos, compañeros de estudios y trabajo, vecinos y, cómo no, gobernantes del mundo entero.
Es complicado celebrar el día de la Salud Mental mientras nos muestran el balance anual del buen hacer de esos gobernantes ya citados, la labor de unos (y apatía de otros) en una guerra sin precedentes, por el enorme saldo de muertes civiles y de niños. Hoy nos han mostrado la lista de muertos en los telediarios mientras explicaban que leer los miles de nombres supone una hora completa y, como dato curioso, los primeros 19 minutos, son los nombres de menores. Unos, niños tan niños que aún tenían el estuche de pinturas sin estrenar. Otros, dejaron a medio construir la casita con una nube encima a punto de llover y el pájaro esperando en la rama del árbol. Quedó a medio dibujar el lugar donde pensaban vivir. Y quizá, para ver eso y después poder dormir, nos enseñaron antes a ser zombis.
Es incompatible que la infancia venda en la noche de un metro, hablar de salud mental y mostrar esa lista de 19 minutos, salvo que ya nos sepan inmunes, parásitos del sofá. Saben que Lennon no anda por aquí declarando la paz de forma inmediata. Si nos hemos convertido en animales de imitación, a ver quién lanza un TikTok exigiendo a esos locos que dejen de matar. A ver quién es el primero que deja de fingir felicidad y rompe a llorar para llorar todos, como humanos. A ver quién va a recoger margaritas y afina la guitarra. A ver quién se echa a la calle a gritar «Haz el amor y no la guerra».