22/01/2020
 Actualizado a 22/01/2020
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Con la llegada de Sánchez al poder estamos asistiendo a un cambio radical de paradigma y régimen político. Lo más evidente es que la batalla se está desplazando, del terreno económico y social, al frente ideológico y judicial. No estábamos preparados para esto.

Habíamos logrado, con un esfuerzo de siglos, que las ideologías y la religión fueran cada vez menos determinantes de la acción política. Habíamos logrado limitar la política a la búsqueda racional de las mejores soluciones a los problemas económicos y sociales, dejando las creencias religiosas y las afinidades ideológicas en el ámbito privado y subjetivo, donde reinaban la libertad y la tolerancia. Todo esto ha saltado por los aires. Por ejemplo, la importancia de la ley.

«Si hay algo genuinamente de izquierdas, es el imperio de la ley, el poder de los que no tienen poder», ha escrito Félix Ovejero. Lo contrario es «estar sometidos a la voluntad de un déspota». La ley. Los jueces. Controlarlos, someterlos. No es la primera vez que se pasa de la democracia a la tiranía sin solución de continuidad. Lo hizo Hitler y el nazismo. No hemos aprendido la lección.Confiamos ingenuamente en la democracia, sin establecer mecanismos internos para defenderla.

Tenemos una democracia cada día más desvalida, abierta por los cuatro costados, que invita al asalto. Sobran los guardianes y vigilantes, a los que se va desplazando hacia despachos acolchados donde se entretienen manteniendo largas discusiones. Pretendimos ser más demócratas y tolerantes que nadie y estamos empezando a sufrir las consecuencias. No hay ninguna otra democracia en el mundo que en esto se nos parezca. Ni Portugal, con una historia reciente tan parecida a la nuestra.

El imperio de la ley como baluarte ante la arbitrariedad, la ambición de los déspotas, el egoísmo de los sátrapas, la dominación de los poderosos, el asalto al poder de los parásitos, cínicos y malvados. Parece ya inútil recordar que denunciar ante los jueces y tribunales un delito no es sólo un derecho, sino una obligación. Que el poder ejecutivo y el poder judicial tienen el deber de perseguir el delito como parte esencial de su función, y que si no lo hacen deben ser denunciados y separados de sus cargos públicos.

La rebelión, la sedición, la prevaricación, la malversación y la desobediencia, son graves delitos que no pueden dejarse impunes. Agrava la pena el que sean responsables públicos quienes los cometen. Decir que aplicarles la ley es judicializar la política, es tratar de borrar los delitos y buscar su impunidad. La política no puede estar ni por encima ni en contra de la ley. La política dicta las leyes, la justicia las aplica. Ni dictar las leyes es politizar la justicia, ni aplicarlas es judicializar la política.

Si el poder judicial se somete al poder político, si se deja presionar, si retuerce la interpretación de la ley para agradar y recibir recompensas del poder político o económico, está cometiendo un grave delito: el de anular o pervertir la ley, y el de someterse al poder político o económico.

Todos estos principios, elementales, base de la democracia, han empezado a desmoronarse. ¿A qué estamos asistiendo? A una degradación alarmante de la fuerza y el sentido de la ley y de la voluntad de los jueces para asegurar su cumplimiento. La consigna es ir a por los jueces que se resistan, los que se nieguen a agachar la cerviz o poner la mano. Esta perversión ha empezado por arriba, confiando en que la estructura jerárquica facilite la tarea. Que se lo pregunten a sus señorías los señores Lesmes y Marchena, hasta hace poco considerados hombres honestos e insobornables.

Pero falta un elemento en este análisis: la fuerza de la ideología. Facilitando este desguace, que intenta convertir al poder judicial en el brazo armado del poder ejecutivo, está la utilización del instrumento de dominación más poderoso, el control de la ideología, de las imágenes, las ideas, el soporte simbólico sin el cual no es posible justificar este asalto a los fundamentos de la democracia. Ideología de género, ideología de las identidades, ideología supremacista, ideología guerracivilista, ideología revanchista, ideología estatalista, etc., todo ello envuelto en la retórica redentorista, progresista, liberadora.

El sometimiento de la política a la ideología, y la ideología como la gran encubridora del totalitarismo: O somos conscientes y reaccionamos con determinación y fuerza ante lo que está ocurriendo, o nuestro destino se volverá tan turbio que no seremos capaces de distinguir ni la misma oscuridad.
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