Avanza el verano con paso firme al ritmo de sucesivas olas de calor, lo esperable en esta época. Aunque los termómetros se elevan hasta alcanzar temperaturas cada vez más extremas.
Nos visita la calima, polvo en suspensión procedente del Sáhara. Un fenómeno normal en el sur de la península y en canarias, pero bastante inusual en el resto. Al menos hasta hace unos años porque ahora es bastante frecuente.
Esto lo justificamos con el cambio climático y lo normalizamos sin más. Ya quedan pocas cosas que nos sorprendan, nos escandalicen o nos hagan reaccionar. Y ya no me refiero solo al clima.
Pienso en mí misma hace, por ejemplo, diez o quince años. Muchos de los sucesos que vivimos en la actualidad me hubiesen resultado muy complicados de asimilar. Entonces ni siquiera podía imaginar situaciones que hoy se dan sin más. Me atrevería a asegurar que no soy la única, supongo que esto ha sucedido siempre a lo largo de la historia.
La evolución es algo natural que acarrea continuos e inevitables cambios con el fin de lograr unas mejores condiciones de vida y una correcta adaptación a las mismas.
Sin embargo, se habla de crisis climática, crisis económica, guerras que no terminan, polémicas absurdas, falta de integridad o capacidad de varios dirigentes y más despropósitos que no voy a enumerar; todo a nivel mundial.
Nos ahogan las subidas de precios, la problemática de la vivienda, la incertidumbre ante el impacto real del desarrollo de la inteligencia artificial y las nuevas tecnologías. Entre otros asuntos.
Ante tal panorama me pregunto en qué sentido evolucionamos. ¿Acaso podemos influir en ello de alguna forma?
Hay quien dice que no deberíamos limitarnos a encogernos de hombros ante el curso de los acontecimientos, que cada una de nuestras acciones desencadena una reacción y tiene una repercusión.
También hay quien cree que nos extinguimos sin remedio. Una afirmación, tal vez, demasiado catastrofista que solo el paso del tiempo confirmará o desmentirá.