Uno (como casi todos los de su generación), siempre a sido muy musical. Crecimos escuchando canciones de Fórmula V, de Los Diablos, de Nino Bravo, de Massiel, de Los Beatles, de Los Rolling, de… mil más. Todo ese bagaje lo hemos sostenido y, muy a menudo, incrementando a lo largo de los años. Uno de los hechos más importantes de mi vida, en este aspecto, fue descubrir, gracias a un programa de Radio Nacional, la música clásica. El programa se llamaba ‘Clásicos Populares’, y lo presentaba (a una hora por demás intempestiva, las cuatro de la tarde), Fernando Argenta, hijo del famoso director de orquesta Ataulfo Argenta. Allí escuché por primera vez a Bach (‘el viejo peluca’), a Mozart, a Vivaldi, a Wagner y, sobre todo, a Beethoven.
El 7 de mayo de 1824 en el teatro Käntnertor de Viena el sordo genial dirigió por primera vez su IX Sinfonía; sí; se han cumplido doscientos años de su estreno y parece que envejece con una salud de hierro, lo que es una noticia maravillosa. Pero, también, a cuenta del aniversario se han escuchado voces de los de siempre (de los que siempre se adhieren a las modas del momento), que han puesto el grito en el cielo porque el himno de la Unión Europea también era usado por los nazis como propaganda. A ver, Beethoven, aunque lo llamasen «el español», era alemán, de Bonn, la que fue capital de la República Federal Alemana en tiempos de la guerra fría. Que unos alemanes trastornados, que eran apoyados por la inmensa mayoría de sus compatriotas, usasen la música del sordo es, cree uno, lo más normal del mundo. Raro hubiera sido que utilizasen la de Albéniz, pongo por caso; o la Verdi, o la Berlioz. Otro ejemplo de estupidez humana más allá de lo admisible sucedió después de la II Guerra Mundial, cuando en el Reino Unido prohibieron toda la música de Richard Wagner, lo que, además de una barbaridad, impidió a los hijos de la Gran Bretaña disfrutar de cosas tan sublimes como ‘El ocaso de los Dioses’ o de ‘Los Nibelungos’; y todo porque a Hítler le entusiasmaba…, ¡joder!, y a mi, y a millones de personas en todo el mundo más rojos que el capullo de una rosa.
Prohibir es siempre un error… La consigna máxima del Mayo del 68 fue «prohibido prohibir», lema que nos hubiese venido de perlas en aquella España desarrollista gobernada con mano de hierro por el General y en la que estaba todo prohibido: hasta dar un ósculo a tu pareja en cualquier sitio público.
Pues resulta que nuestra sociedad va ‘pá atrás’, como los cangrejos. El ministro de Cultura, que encima es culto, quiere, ¡otra vez!, prohibir los toros… No es el primero que lo intenta, porque llevan, los antitaurinos años y años con el afán, incluso en tiempos del General. Uno (lo he contado aquí mismo alguna vez), no fue, ni irá, a los toros en su puta vida: lo tengo más claro que la Luz Bendita…; pero no soy tan memo como para intentar que los demás hagan lo mismo. El proselitismo, de cualquier género, es malo con cojones: da lo mismo que sea religioso, cultural o deportivo, porque olvida que el hombre, ese animal, puede y debe escoger lo que más le apetezca; siempre, ¡claro!, que no joda a los demás al hacerlo. Menos este año, porque es chungo repetirse siempre con la misma cantinela, servidor siempre escribió contra la Semana Santa y nunca jamás contra el aspecto religioso de la misma. Lo que me repatea es el lado folclórico del asunto, cuando miles de personas se enseñorean de las calles, tomándolas como suyas, disfrazados con alamares propios de tiempos pretéritos, como si fuesen payasos de una función de circo un punto demodé…
Las tradiciones… Los amantes de los toros argumentan que es una tradición casi bimilenaria y en ese asunto puede que tengan razón; pero las primeras ‘corridas’ no se hicieron aquí, en España. Se celebraron en Creta y luego conquistaron el corazón de los romanos. O sea, que menos boato y menos presumir. Eric Hobsbawn en su libro ‘Invención de la tradición’, nos abre los ojos sobre cientos de tradiciones, que creemos antiquísimas, y que son de antes de ayer y que van desde la falda escocesa, los trajes regionales, las banderas, los himnos e, incluso, las naciones.
Lo que no puede negarnos a los de Vegas y a los de Villanueva don Eric es que los fréjoles y los pendones (que fueron las banderas de los pueblos en las batallas medievales), sí son una tradición centenaria, marcada a fuego en nuestro ADN. Este año, como bien expuso el director en su artículo del domingo pasado, se torció un poco el asunto, porque los de Vegas, supongo que demostrando que tenemos el RH raro como él sólo, en vez de fréjoles hicimos habas. Para los de ciudad: los fréjoles son siempre pintos y las habas son siempre blancas; no existen fréjoles blancos. ¡Claro!, el cambio se notó y hubo disparidad de criterios entre los que afirmaron que estaban buenísimas y los que opinaron que era un crimen de lesa humanidad. En lo que si hubo coincidencia absoluta fue en que el cura de Vegas, ‘Bustamante’, se pasó cinco pueblos con la misa, que duró ¡una hora y cuarto! A ver: una cosa es aprovechar que hay público nuevo (la ermita estaba hasta los topes de gente), y otra distinta hacer cumplir una penitencia exagerada…, antes de confesarse. Salud y anarquía.